La cena transcurría con un aire de calidez que contrastaba con los días turbulentos que todos habían vivido. El aroma a pasta recién hecha llenaba la mesa, y las risas de Melisa y Liam rompían la monotonía de los adultos, recordándoles que, pese a todo, aún había motivos para sonreír.
Agatha observaba la escena en silencio. El brillo en los ojos de su hermana, esa forma en la que Demian la miraba con devoción, le apretaban el corazón. Había perdido tanto tiempo hundida en errores y caprichos, cegada por el resentimiento y la rebeldía, que casi destruye los lazos más sagrados: su familia. Esa noche, sin embargo, se permitió algo distinto: sentirse agradecida.
Mariam, después de servirle un poco más de vino, se inclinó hacia su esposo. La sonrisa que había mantenido se fue borrando poco a poco, dejando entrever la preocupación que arrastraba desde hacía horas.
—Demian… estoy preocupada por Sofía —murmuró, apenas audible para que los niños no escucharan.
Él guardó silencio. Su mandíbula