Esa tarde, Mariam salió de la mansión sin mirar atrás.
Azucena la esperaba en la entrada con una sonrisa traviesa y una tarjeta de crédito que Mariam sostenía con manos temblorosas. Su amiga la tomó del brazo, decidida.
—Hoy vas a vestirte como la mujer que eres. Una que nadie, ni siquiera ese hombre, va a volver a subestimar.
Pasaron horas recorriendo boutiques exclusivas, entre telas finas, perfumes embriagantes y tacones de vértigo. Mariam no renegó. Se dejó llevar, confiando en la mirada experta de su amiga. Cada prenda que elegían no era solo ropa; era un grito silencioso. Le demostraría que ella podía estar a la altura de ser su esposa.
Cuando salieron, el sol comenzaba a ocultarse, pero Mariam brillaba más que nunca.
—Esto no es venganza. Es justicia —susurró Azucena, mirándola con orgullo.
—No lo hago por él. Lo hago por mí —respondió Mariam, aunque, en el fondo... también deseaba que Demian se tragara cada palabra cruel que le había dicho.
A la mañana siguiente, el silencio e