Claudia caminaba lentamente por la acera, como si cada paso fuera una batalla interna. Las luces de las boutiques caras iluminaban su rostro cansado, marcando aún más las ojeras que el dolor y la falta de sueño le habían dejado. El lujo que la rodeaba contrastaba violentamente con la miseria emocional que llevaba dentro. El viento frío le despeinaba el cabello, pero ella no se molestó en acomodarlo. Tenía la mirada perdida, fija en un punto inexistente, hasta que un par de tacones resonaron con fuerza delante de ella, obligándola a levantar la vista.
Sofía, su excuñada, se detuvo justo en medio del camino. Sus ojos verdes la escudriñaban con una mezcla de rabia y desprecio. Claudia sintió la punzada del rechazo, del odio acumulado, como si ese simple encuentro le recordara que ya no pertenecía a ningún lugar. Era la mujer despreciada, la que nadie quería cerca.
—Sé que está vivo —soltó Claudia, sin rodeos, al ver la expresión de sorpresa endurecerse en el rostro de Sofía—. No soy est