Gloria podía notar la molestia en el rostro de Mariam, y no era para menos. Después de todo lo sucedido, lo último que podía esperar era un gesto amable de su parte. La joven estaba de pie frente a ella con los brazos cruzados, los labios tensos y la mirada fría, mientras sus pequeños corrían alegremente entre los árboles del parque.
Gloria los observó por un instante. Había algo en ellos que le recordaba los días en que Kitty era solo una niña, correteando con la inocencia de quien aún no conoce la traición ni el dolor. Ese recuerdo le atravesó el pecho como una daga.
—Tus hijos se parecen mucho a ti —murmuró con voz apagada, intentando suavizar la tensión—. Felicidades… ahora eres feliz.
Mariam arqueó una ceja, apretando aún más los brazos contra su pecho.
—¿Qué quieres? —preguntó tajante.
Gloria bajó la cabeza, sus manos se entrelazaron nerviosas.
—Es Kitty… la está pasando muy mal. —Hizo una pausa, como si las palabras pesaran toneladas en su lengua—. Sé que puedes ayudarla, Maria