El cielo estaba cubierto de nubes grises, como si también guardara luto. Sofía permanecía de pie frente a la lápida de su tío Rolando. El mármol frío, recién tallado, parecía indiferente a la tristeza y la reflexión que pesaban sobre su corazón. Dos años habían pasado desde que él fue encerrado, y ahora, había decidido poner fin a su vida.
Con un suspiro profundo, se inclinó y dejó sobre la tumba un ramo de rosas rojas. El contraste del color vivo sobre la piedra pálida le provocó un nudo en la garganta.
—Te perdono —susurró con voz queda, como si el viento pudiera llevarle esas palabras hasta donde estuviera.
Sabía que muchos pensarían que estaba loca por hacerlo, que aquel hombre no merecía nada más que desprecio. Y en parte tenían razón. Rolando había sido cruel, había traicionado a la familia y casi los destruye. Pero Sofía había aprendido que el rencor no sanaba heridas, solo las mantenía abiertas.
—Guardar odio en el corazón es como beber veneno esperando que el otro muera —murm