—No tienes que enojarte, Hellen —dijo Nicolás, limpiándose el resto del vino de la camisa con una servilleta. Su tono era tranquilo, como si lo ocurrido no tuviera importancia alguna—. Solo es una secretaria… una empleada más. Yo te amo a ti.
Hellen lo miró en silencio durante unos segundos. No había reproche en su expresión, pero tampoco calidez. Se limitó a suspirar, resignada, como si las palabras de su esposo no tuvieran peso alguno en su mundo emocional.
—No vine a discutir —murmuró, colocando sobre su escritorio una bolsa de papel kraft con el logo del restaurante favorito de él—. Te traje almuerzo. Pensé que no habías comido.
Él frunció el ceño, sorprendido.
—¿Hellen?
Ella levantó la vista y esbozó una pequeña sonrisa sin alegría.
—Gracias por defenderme de Tatiana —añadió con voz baja, casi con cansancio—. Me sorprendiste… no me lo esperaba.
Nicolás intentó acercarse, pero ella ya se había dado la vuelta. Su figura elegante se perdió tras la puerta, dejándolo solo en la oficin