Hellen caminaba de un lado al otro en la sala de espera, como un animal enjaulado. Sus tacones resonaban contra el piso, pero no lograban acallar el dolor que le oprimía el pecho. Sentía que el aire se le escapaba, como si cada respiración fuera una lucha. No podía quedarse quieta, no podía dejar de pensar en lo que estaba pasando detrás de esas puertas cerradas.
Michel permanecía sentado, los codos apoyados en las rodillas, con la mirada clavada en el suelo. La sombra de la preocupación le endurecía el rostro. A su lado, Cecilia le abrazaba con fuerza, intentando ofrecerle un consuelo que no sentía ni para sí misma.
En un rincón, los padres de Nicolás no dejaban de murmurar plegarias. Sus manos entrelazadas sostenían un rosario que se movía lentamente con cada rezo, como si la fe pudiera detener el tiempo o cambiar el destino.
El pronóstico era reservado. La cirugía, larga y compleja. Horas interminables que parecían tragarse cualquier atisbo de esperanza. Afuera, en las calles y en