El olor a café recién hecho fue lo primero que me despertó. Un aroma rico, tostado y hogareño que se colaba por debajo de la puerta de la habitación y acariciaba mis sentidos, sacándome suavemente del sueño.
Estiré el brazo sobre la cama, encontrando de nuevo el lado de Damián vacío, pero esta vez no sentí pánico. La luz de la mañana inundaba la habitación con un tono dorado y cálido, muy diferente a la luz fantasmal de la luna de anoche. Me sentía dolorida en el buen sentido, mis músculos recordando cada movimiento, cada caricia.
Me levanté, envolviéndome en una de las camisas blancas de Damián que encontré tirada en el suelo —la misma que él se había arrancado horas atrás— y salí descalza, siguiendo el rastro del aroma.
Lo encontré en la cocina.
Me detuve en el umbral, apoyando el hombro en el marco de la puerta, y me permití disfrutar de la vista por un momento. Era una imagen que jamás pensé ver: Damián Rocha, el CEO implacable, el depredador de la sala de juntas, estaba de pie fr