La oscuridad era absoluta, asfixiante y olía a moho.
Jasper no sabía cuánto tiempo llevaba en el asiento trasero de aquel auto negro. Sus sentidos estaban atrofiados por la bolsa de tela gruesa que le cubría la cabeza, apretándole la nariz y la boca, obligándolo a respirar su propio dióxido de carbono mezclado con el pánico.
Sus manos, atadas firmemente a su espalda con bridas de plástico que le cortaban la circulación de las muñecas, estaban entumecidas. Sentía el movimiento del vehículo, el ronroneo constante del motor y las curvas que tomaban. Habían pasado al menos treinta minutos de carretera; su reloj biológico, agudizado por el terror, le decía que ya no estaban en en la ciudad.
De repente, el auto frenó con brusquedad. El impulso hizo que el cuerpo de Jasper se fuera hacia adelante, golpeándose el hombro contra el asiento del conductor. Soltó un gemido ahogado.
El motor se apagó.
Se escucharon portazos secos. Segundos después, la puerta a su lado se abrió, dejando entrar una r