El trayecto hacia el destino secreto de Damián fue una tortura silenciosa y exquisita.
El coche blindado nos esperaba en la acera como una bestia negra dormida. El chófer nos abrió la puerta trasera sin decir una palabra, con esa eficiencia invisible que caracteriza a los empleados de Damián. Entré primero, deslizándome sobre el cuero frío y suave de los asientos, y Damián entró justo detrás, trayendo consigo una ráfaga de aire fresco y su aroma inconfundible: una mezcla embriagadora de sándalo, tabaco caro y esa feromona natural, masculina y potente, que parecía saturar el aire en cuanto él estaba cerca.
En cuanto la puerta se cerró con un clic pesado y hermético, el mundo exterior desapareció. Los cristales tintados nos separaron de la realidad de la calle, de las personas, de la oficina y de las normas. Aquí dentro, en la baja luz de la cabina trasera, solo existíamos él y yo.
El coche arrancó suavemente, pero para mi sorpresa, no tomó la ruta habitual hacia Obsidian. El conductor