El regreso a la empresa fue una ducha de agua fría tras el calor del restaurante.
Habíamos acordado ser discretos. O más bien, yo le había suplicado discreción y Damián, a regañadientes, había aceptado jugar bajo mis reglas por unas horas más. Nos separamos en el vestíbulo principal. Damián ni siquiera me miró al cruzar las puertas giratorias; se dirigió directamente a los ascensores ejecutivos privados, desapareciendo tras las puertas de metal con esa aura de intocable que lo caracterizaba. Apenas cruzó el umbral, se perdió de vista, volviendo a ser el CEO lejano.
Yo, en cambio, tuve que caminar hacia los ascensores generales, sintiendo que llevaba la "marca" de Damián no solo en el cuello (que había vuelto a cubrir con maquillaje en el baño del restaurante), sino en toda mi aura.
Llegué a mi oficina, esa pequeña pecera de cristal que antes me parecía un refugio y ahora se sentía demasiado expuesta. Entré tratando de parecer normal, caminando con la cabeza alta, pero mi ritmo cardíac