El auto se adentró en la carretera, ganando velocidad a medida que dejábamos atrás la grava de la finca. Me quedé pegada a la ventana, viendo cómo el mundo que conocía —el mundo que amaba y que acababa de fingir redescubrir— se desvanecía en el retrovisor.
Volvieron hacia nosotros los mismos paisajes verdosos del campo. Las montañas se alzaban majestuosas a la distancia, testigos mudos de mi partida. Pasamos junto a los campos dorados donde el trigo se mecía con el viento, y el aire que entraba por la rendija de la ventana traía consigo esa mezcla embriagadora de olores: a tierra mojada, a cultivos frescos, al río que corría cerca y a la salinidad lejana del mar.
Olía a mi hogar. Cerré los ojos un momento, inhalando profundamente, guardando ese aroma en mis pulmones antes de tener que volver al aire viciado de la ciudad. De repente, me sentí cansada. No era solo sueño físico; era un agotamiento que me calaba hasta los huesos. Mantener la fachada de la "Adeline amnésica", controlar mis