Entramos al penthouse. Damián cerró la puerta de seguridad con un sonido sordo que selló el mundo exterior. El apartamento era un santuario. Todo estaba en orden, todo estaba en su lugar, justo como lo habíamos dejado: cojines alineados, superficies pulidas, la luz indirecta creando un ambiente sofisticado. Olía a limpio, a ese desinfectante caro y sutil con notas de rosas y cítricos. Era delicioso y relajante. Y, misteriosamente, era el mismo olor de mi hogar en el campo. Sentí un escalofrío al darme cuenta de que el lujo artificial de Damián imitaba, en esencia, la pureza de mi infancia.
Solté mi bolso de viaje sobre el sofá de cuero blanco. Dejé caer mi cuerpo a su lado, recostándome en el respaldo y soltando un suspiro largo y ruidoso, dejando salir la carga agotadora que llevaba sobre mi propia cabeza. Era un suspiro que no era sólo de cansancio, sino de alivio por haber sobrevivido el fin de semana sin que mi secreto fuese descubierto.
Damián se dirigió a la cocina abierta. Abri