Mundo ficciónIniciar sesiónNarrado por Lucan
La mañana en el aeropuerto comenzó con la promesa de que la tormenta daría un respiro. Los meteorólogos aseguraban que el frente más denso pasaría después del mediodía, lo suficiente para que algunos vuelos salieran a tiempo antes de que la nieve se volviera incontrolable.
Yo confié en eso.
No tuve motivos para pensar que podía empeorar tan rápido. North Ridge estaba acostumbrado a inviernos fuertes, y las aerolíneas solían encontrar la manera de mantener las rutas despejadas cuando la temporada turística comenzaba.
Pero no era una tormenta común.
Apenas el sol se levantó, los ventanales del aeropuerto quedaron cubiertos de blanco. La visibilidad cayó al punto de que nadie distinguía la pista a más de unos metros. La torre de control anunció retrasos, luego suspensiones temporales, y finalmente cancelaciones indefinidas.
La gente comenzó a desesperarse en los pasillos, pero yo me mantuve en una de las salas privadas. Tenía calefacción estable, café y silencio. Lo que no tenía era un plan sólido para la situación en la que acababa de meterme.
Lo que más me inquietaba no era quedarme atrapado en un aeropuerto lleno de alfas irritados y betas impacientes, sino la joven que había quedado en mi casa por mi culpa.
Brienna Clarks.
Una empleada eficiente, organizada, agradable en su trato sin intentar serlo, siempre correcta y siempre a distancia prudente. Nunca levantaba la voz. Casi nunca me sostenía la mirada. No era torpe, pero tenía ese aire de alguien que prefiere pasar desapercibido para evitar problemas. Una mujer así no debía estar sola en una casa tan aislada, en medio de una tormenta que ya había cerrado todos los accesos.
El chofer nunca llegó a su destino. Me enteré por un mensaje automático de la propia compañía: el vehículo quedó retenido en el segundo valle porque el camino se volvió intransitable. Las empleadas se marcharon temprano en la noche anterior porque la tormenta había sido anunciada desde horas antes. Y ella… ella estaba ahí dentro, sin transporte, sin señal estable y completamente a merced de lo que ocurriera.
Es tu responsabilidad, pensé mientras apretaba los dientes.
Había insistido en que viajara para terminar los documentos antes de que la familia Moonridge exigiera la presentación formal. Había priorizado un compromiso empresarial sobre la seguridad de alguien que apenas empezaba a conocerme. Y ahora estaba atrapada, mientras yo esperaba que el clima tuviera la cortesía de abrirme un camino de regreso.
Pasé las primeras dos horas caminando de un lado a otro dentro de la sala privada. El ruido lejano del aeropuerto me molestaba más de lo normal. Encendí mi móvil varias veces, aunque sabía que no tendría señal. En ocasiones, una sola barra asomaba durante un segundo, pero desaparecía antes de que pudiera marcar cualquier número. Llamarla era imposible. Llamar a alguien más para llegar a la propiedad también lo era. Las carreteras estaban cerradas desde hacía una hora.
Me acerqué a uno de los ventanales. Todo era una pared blanca, empujada por un viento tan violento que parecía vibrar contra el vidrio. Las luces de emergencia se encendieron en una de las alas del aeropuerto y eso provocó que varios pasajeros se acumularan pidiendo explicaciones. Yo ignoré todo eso. No eran mi problema.
Brienna sí lo era.
Ella estaba ahí por mí. Si algo sucedía, ningún informe podría justificarlo. Ningún movimiento empresarial tendría el peso suficiente para borrar el hecho de que dejé en peligro a alguien de mi equipo. Y por más que intentaba mantener la calma, el pensamiento se repetía con una molestia persistente: una joven solitaria, sin entrenamiento, atrapada en una casa que ya había sufrido un intento de robo meses atrás.
No lo había contado públicamente, pero los saqueadores en zonas rurales aprovechaban las tormentas. La policía lo sabía, yo también. La diferencia era que mi casa solía permanecer vigilada. Esta vez no había nadie, ni cámaras operativas, porque el viento derribó líneas eléctricas en el terreno interior. Estaba completamente aislada.
Y ella también.
Pasó el mediodía y la situación no mejoró. Los vuelos fueron cancelados uno tras otro. Las conexiones por carretera quedaron cerradas. La tormenta seguía moviéndose sin pausa, empujando nieve y hielo con la fuerza suficiente para tumbar ramas, postes y cualquier vehículo pequeño.
No me importaba quedarme allí. No me importaba retrasar reuniones o posponer la visita a la familia Moonridge. Nada de eso tenía peso ahora. Lo único que no podía aceptar era la idea de que ella pasara horas, quizá días, sin apoyo. Y no solo por seguridad… también por simple humanidad. Brienna parecía el tipo de mujer que cargaba sus emociones en silencio, que no pedía ayuda, que no sabía qué hacer cuando la dejaban sola. Podía imaginarla caminando por los pasillos de la casa intentando buscar señal, o esperando que el chofer apareciera. Podía imaginar la ansiedad creciendo sin que tuviera a quién recurrir.
Cuando cayó la tarde, acepté que no habría descanso en la tormenta. Observé las últimas transmisiones del clima, hablé con supervisores del aeropuerto, intenté contactar a equipos de rescate. Ninguno podía acercarse a la propiedad. Ni siquiera los vehículos de tracción especial. La nevada era demasiado densa y el viento hacía imposible maniobrar.
La decisión se volvió inevitable.
Si ella estaba completamente sola y la tormenta podía durar dos o tres días, yo no iba a quedarme aquí esperando a que todo pasara. No podía. No se trataba de un impulso irracional, sino de una obligación.
Si algo la asustaba, si alguien intentaba entrar, si sufría un accidente por falta de luz o calefacción, nadie estaría ahí para ayudarla. Era mi casa. Mi responsabilidad. Ella trabajaba bajo mi nombre. La había llamado a esa montaña. Yo debía ser quien resolviera esto.
Salí de la sala privada y me dirigí al ala norte del aeropuerto, donde había una zona más cubierta y menos visible. No podía transformarme en un pasillo lleno de cámaras y civiles. Me moví sin llamar la atención, evitando a la gente que aún discutía con personal del aeropuerto. Incluso así, varios volvían la mirada cuando pasaba. La tensión de tantos alfas juntos siempre generaba roces.
Cuando llegué a una salida de servicio, empujé la puerta metálica y un golpe de viento helado entró como si quisiera arrancarme el abrigo. Respiré hondo. El frío no sería un problema en mi otra forma. La distancia tampoco. Mi lobo podía cruzar la montaña mucho más rápido que cualquier vehículo, incluso en condiciones así.
Me quité el abrigo, dejándolo caer sobre el suelo firme del pasillo. Luego la camisa, el cinturón, los pantalones. Las manos me temblaban por el impulso de cambiar de forma cuanto antes. No era algo que hiciera sin necesidad. Mi forma humana tenía control, presencia, estrategia. Pero en momentos como este, el lobo era la única herramienta que podía atravesar una tormenta sin detenerse.
Sentí el tirón interno que anunciaba la transformación. El cuerpo se tensó; los músculos cambiaron, se estiraron, se acomodaron en otra estructura. Los huesos crujieron mientras se ajustaban a la forma. La piel se contrajo, se expandió, y el pelaje gris surgió desde la columna hacia las extremidades. Era un proceso intenso, pero familiar. Un cambio que había repetido desde la infancia y que siempre dejaba una claridad distinta en mi cabeza.
Cuando terminé, mis sentidos se afinaron al instante. El olor a metal del aeropuerto, el frío del viento, el rastro tenue de personas que habían pasado por ese corredor… todo se volvió más nítido. Mi visión alcanzó detalles que en forma humana no podría distinguir. Mis patas se afirmaron en el suelo, listas para impulsarse.
Pero lo que más sentí fue otra cosa: una inquietud constante, clavada justo en el centro del pecho. Un impulso para moverme. A correr. A llegar a ella.
No tenía un vínculo con Brienna. No había nada entre nosotros que explicara esa urgencia. Solo era responsable de ella. Solo era alguien que debía proteger a quienes trabajaban conmigo. Eso era suficiente para que mi lobo no tolerara la idea de que estuviera sola en esa casa mientras la tormenta golpeaba todo sin descanso.
Estiré el cuerpo, sacudí la nieve que entraba desde afuera y clavé las garras en el suelo, listo para salir. El viento era fuerte, pero mi forma lupina podía enfrentarlo. Mi pelaje gris soportaría el frío. Mi velocidad sería diez veces mayor que cualquier intento de rescate humano.
Corrí hacia la salida abierta, dejando atrás el ruido del aeropuerto. El aire congelado golpeó mi rostro, pero no detuvo mi avance. Lo único que importaba era llegar a esa casa aislada y asegurarme de que la joven que había quedado bajo mi responsabilidad estuviera a salvo.
Era un Alfa que no dejaba atrás a su gente.
Y ella… era parte de mi gente. Mi equipo.







