Capítulo IV

Narrado por Brienna Clarks

Desperté sobresaltada, jadeando, con el cuerpo empapado como si hubiera corrido kilómetros bajo la nieve.

La respiración me salía entrecortada y mis muslos temblaban con una intensidad que no tenía sentido.

Me tomó unos segundos entender lo que estaba pasando, y cuando lo hice, quise hundir el rostro en la almohada y desaparecer.

Había soñado con él.

Con Lucan.

Con su cuerpo sobre el mío, su boca en mi cuello, sus manos sujetándome la cadera mientras yo me arqueaba buscando un alivio que nunca llegaba. Había sido tan vívido que aún sentía el calor en la piel, el temblor bajo el abdomen, ese punto exacto donde mi cuerpo pedía algo que no podía permitirse.

Me quedé quieta, intentando recuperar el aliento, pero la habitación estaba llena de su olor. No solo era el aroma tenue que él llevaba siempre; era una mezcla más profunda, más marcada, que había quedado atrapada en la madera, en las telas, en cada espacio. El territorio de un alfa siempre tenía su presencia, pero yo nunca había dormido en un sitio que perteneciera por completo a uno. Y menos a él.

Ese olor se me metía en la sangre. Me hacía temblar. Me apretaba el pecho.

Me toqué la frente. Estaba húmeda. La piel ardía. Entre las piernas, el calor era tan claro que tuve que cerrar los muslos para intentar contener la sensación. Maldije por lo bajo.

Miré el reloj en la mesa de noche y se me escapó un suspiro lleno de frustración.

Era tarde. Muy tarde.

—No… no, no —murmuré mientras me incorporaba con torpeza.

Mi vuelo era a las diez. Él lo había dejado claro. Se suponía que yo debía estar lista antes de que amaneciera por completo, y ahora apenas podía sostenerme sin sentir que el cuerpo iba a traicionarme otra vez.

Me levanté como pude, mareada, con el pulso enredado en el ritmo inquieto del inicio del celo. Caminé hacia la maleta para buscar ropa limpia. Me movía rápido, aunque mis manos temblaban cada vez que intentaba abrochar algo. Me puse unas medias gruesas, unas botas, varias capas de abrigo. Nada ayudaba a controlar el calor interno, pero al menos me permitiría salir al exterior sin congelarme.

Cuando estuve lista, tomé mi bolso y la maleta pequeña, respiré hondo y abrí la puerta de la habitación. El pasillo estaba en silencio. Demasiado silencio para una casa tan grande.

Bajé las escaleras mirando hacia los lados, esperando ver a alguien del personal. Nadie.

Llegué al vestíbulo y lo primero que hice fue asomarme a la puerta principal. Quizá el chofer estaría listo para llevarme a la terminal. Quizá ya tendría el motor encendido por la tormenta.

Abrí la puerta y un golpe de viento me arrancó el aliento. La nieve caía con fuerza, movida por un viento que casi me hizo retroceder. Tragando saliva, di unos pasos afuera y miré hacia donde debía estar el coche.

Nada.

Ni rastro del vehículo, ni huellas recientes, ni luces encendidas.

—¿Dónde están? —dije en voz baja.

Pensé que quizá estaban al otro lado de la casa. Así que dejé mis cosas dentro, volví a cerrar la puerta y rodeé la estructura apresuradamente. Cada paso en la nieve era una batalla, el viento golpeaba mis piernas y el frío me calaba los huesos, pero seguí avanzando hasta llegar al área del garaje.

Vacío.

Las puertas cerradas.

Ni un sonido.

Me froté los brazos con desesperación y regresé hacia la entrada principal casi corriendo. La nieve se acumulaba rápido sobre mi ropa. Cuando entré, tuve que apoyarme en la pared un segundo para poder respirar.

¿Dónde estaba todo el mundo?

Me moví por la cocina, la sala, los pasillos laterales. Busqué en el comedor, en el cuarto de servicio, en los pasillos privados.

—¿Hola? ¿Hay alguien aquí? —mi voz rebotó en la madera, y ese silencio firme me crispó los nervios.

Intenté no entrar en pánico, pero mi cuerpo estaba demasiado despierto, demasiado sensible. La presión en el abdomen subía y bajaba, como si mis hormonas decidieran empujarme sin dar explicaciones.

Tomé mi teléfono. Tenía que llamar a Lucan y preguntar por el chofer, saber si había ocurrido algo con la tormenta.

Sin señal.

En la parte superior de la pantalla, solo aparecía un símbolo inútil. Ni una barra. Ni una posibilidad de contacto.

—Maldita sea —susurré mientras apretaba el teléfono con fuerza—. ¡Esto no me puede estar pasando a mí! No ahora. No hoy. ¡Mierda! ¡Tengo que salir de aquí!

Quedarme atrapada en territorio de un Alfa, en medio de mi celo, mientras todo desprendía su olor ¡no era la mejor manera de pasar un celo! ¡Joder! ¡Jodeeer!

Me quedé un momento sin saber qué hacer. Las manos me temblaban y no lograba pensar con claridad. La casa entera olía a él, y cada respiración que tomaba empeoraba lo que ya empezaba a descontrolarse dentro de mí.

Sentí una punzada caliente entre las piernas y tuve que apoyarme en la pared. No podía seguir caminando así. No podía estar moviéndome por una casa que pertenecía a un alfa, con ese olor metiéndoseme en el cuerpo.

Era como si sintiera sus manos por todo mi cuerpo, por cada parte de mí.

Me apresuré hacia la habitación otra vez. Cerré la puerta con un golpe involuntario y me acerqué a la cama. En cuanto me senté, un gemido escapó sin permiso. Me tapé la boca, avergonzada incluso estando sola. No podía permitir que eso avanzara. Tenía que calmarme de alguna forma.

Apreté las piernas, intentando bajar la respiración, pero el calor se intensificaba con cada movimiento. La piel me ardía. Los pezones rozaban la tela y reaccionaban a la mínima fricción. La garganta se me cerraba con una mezcla de angustia y deseo que no podía controlar.

Me dejé caer sobre la cama, mirando el techo, con una sensación de impotencia que me hacía temblar.

Estaba atrapada.

Sin supresores suficientes.

En la casa de un alfa que ya empezaba a alterar todo lo que había logrado mantener bajo control durante años.

El olor del lugar me envolvía. No había forma de escapar. No había ventanas que no trajeran más aroma desde las mantas, los sillones, el pasillo. Él había dormido en esa casa. Había dejado su ropa, su presencia, su energía. Y mi cuerpo respondía como si lo tuviera al lado, respirándome el cuello como en el sueño que me había despertado jadeando.

Me cubrí los ojos con un brazo mientras las lágrimas aparecían otra vez. No sabía si eran por el miedo, por la necesidad física o por la idea insoportable de verlo casarse con otra mujer. Todo se mezclaba de una forma que me resultaba imposible de separar.

El calor me subía por la espalda.

Mi respiración se hacía irregular.

El cuerpo entero reaccionaba como si esperara que él atravesara la puerta en cualquier momento.

Y no estaba ni cerca.

Solté un sollozo frustrado. El sonido se perdió entre las mantas mientras me encogía sobre el colchón, dejando que la desesperación me venciera por completo.

No había escape.

No había ayuda.

La tormenta había borrado cualquier camino.

Las pastillas no serían suficientes para aguantar todo el día. No había manera de comunicarme ni podría saber hasta cuándo duraría esto.

Lo mejor era no entrar en desesperación, pero incluso para eso ya era tarde. De verdad… este era el peor escenario de todo. Incluso si pasaba aquí la tormenta, estaba rodeada del olor de ese Alfa y para cuando pudiera salir de aquí mi olor estaría incontrolable y en medio de un maldito aeropuerto todo el mundo se daría cuenta de que era una Omega.

Bastaría un par de horas más para que todo se saliera de control.

Al menos ahora estaba sola.

Por ahora nadie podía descubrirme, pero no podía dejar de pensar en lo que sucedería después.

Y la idea de pasar horas enteras en esa casa, con el olor de su territorio metiéndoseme en la piel, me partía el ánimo.

Lloré hasta que la garganta me dolió. Hasta que el cuerpo se rindió por agotamiento y el temblor disminuyó un poco.

Me acurruqué entre las mantas, buscando un frío que no existía ahí dentro, intentando calmar la presión creciente en mi abdomen.

Eventualmente, el cansancio me venció.

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