—No puedo creerlo —bufó Kael entre dientes mientras arrancaba una presa de pollo con gesto seco.
—¡Cállate y come! —replicó Lyra sin mirarlo, centrada en los niños, que ya habían devorado dos presas cada uno sin detenerse. Al verlos, una punzada le apretó el pecho, como si su corazón se hundiera poco a poco.
—Samuel, Sofía... ¿por qué tienen tanta hambre? ¿Y por qué están tan sucios? ¿Qué está pasando? —preguntó con voz nostálgica.
Samuel apenas podía hablar, atragantado de comida, pero Sofía, que acababa de tragar, alzó la mirada y respondió con sinceridad.
—Estamos solos, Lyra.
Kael levantó la vista de inmediato. La rabia lo quemó por dentro. Detestaba a los padres de esos niños con cada fibra de su ser.
—¿Cómo que solos? —Lyra se acercó más a Sofía, apartándole con ternura un mechón de cabello del rostro. —¿Dónde están sus padres?
—Se fueron… —musitó Sofía, haciendo un esfuerzo por no quebrarse—. Los dos tienen otras familias ahora. Ninguno quiso quedarse con nosotros. Nadie quiso