Fernanda, mientras tanto, revisaba la bolsa de valores, cuidaba sus inversiones, después de todo era herencia de su abuelo, su patrimonio, su legado.
—Señorita Del Castillo, los de Japón han confirmado la reunión online.
—Muchas gracias —respondió ella, sin ánimos de dejar que su parlanchina secretaria siguiera hablando. Solo eran días que se había instalado ahí, pero ya sabía cómo era ella.
Habían pasado horas y decidió tomarse un respiro, un café caliente, mirando hacia la ventana, aunque el aire acondicionado está haciendo que el ambiente fuera tibio, ella no dejaba de sentir frío, después de todo su venganza había empezado, pero, aun así, su corazón no lograba calmarse, solo había pequeños destellos de satisfacción al ver su cara por la mañana, como la miraba desde abajo hacia arriba, no era la misma chiquilla con trenzas y lentes que vivía como abeja alrededor suyo, revoloteando, buscando su atención, haciendo todo lo que él quisiera, en cambio, ahora era otra, una mujer de negocios, una decidida a hacerle pagar su traición, porque lo que le hizo era eso una traición que rompió su corazón en mil pedazos, solo la uso, jugo con ella de todas las formas posibles, perdió tantas cosas por alejarse de él e intentar sanar su corazón roto, pero aun así no pudo sanar, solo pensaba una cosa, vengarse.
La reunión transcurrió sin contratiempos, cerraron un negocio grande que le traería tantas ganancias como los últimos, aun así estaba buscando uno que la hiciera descansar un poco, tal vez unas vacaciones en algún lugar paradisiaco, pero la ambición que había nacido en ella, no la dejaba pestañear ni un segundo, siempre queriendo más de la vida y el dinero, siempre con hambre y ganas de comerse al mundo y demostrarle a esa jungla de especímenes masculinos que ser mujer no la hacía menos tenaz al contario le daba algo que ellos no tenían, instinto, el olfato para encontrar dinero lo había heredado de su abuelo que la alecciono muy bien, estaba tan sumida en sus pensamientos que no se dio cuenta por qué, en eso entro su abogado junto al contador de su abuelo.
—Fernanda, buenas tardes, le traje la documentación que me pidió. —Indicó el contador.
—Yo te traje el borrador del acuerdo prenupcial, para que lo revises y le hagas los arreglos que gustes, pero disculpa la pregunta: ¿Estás segura de lo que quieres hacer?
—Por supuesto. —respondió ella.
—Sabes que tu abuelo no estaba de acuerdo. — Claro que lo sabía, cuántas veces la vio llorar, la consoló y le repetía que vengarse no le traería la satisfacción que ella creía.
—Lo sé muy bien, pero, aun así, no cambiará mi manera de pensar. Tengo un objetivo en mente y nada ni nadie lo arrancará de mi cabeza.
—Y de tu corazón —comentó la frase el licenciado Fernández, con la confianza que le daba los años conociéndola.
—El licenciado tiene razón. No puedes casarse por ese motivo y pretender llevar a cabo tus planes, al final quien sufrirá eres tú.
El contador expresó, de pronto, una carcajada se escuchó en la habitación, y ambos se miraban incómodos. Era Fernanda quien reía ante aquella frase, tan cliché y ridícula para ella.
—¿Sufrir yo? Por favor, señores, si lo que hago es disfrutar con su cara de desconcierto, pensando en las veces en que se arrepentirá de hacerme esto, el que sufrirá será otro. Ahora, si me disculpan, tengo trabajo que hacer, pero ¿qué les parece? Si esta noche los invito a beber y celebrar este primer gran paso.
—Yo no puedo celebrar algo como eso, te vas a lastimar en el camino y no es digno de celebrar.
—Estoy de acuerdo con el lic, pero aun así te acompaño para que no bebas sola. —Tratando de disimular su sonrisa, después de todo, Fernanda no era solo la señorita Del Castillo para él. Ella lo notó y no dijo nada, después de todo, él era solo un personaje secundario en su mundo, en su plan.
Ahora estaba en un exclusivo bar, en el ala vip, iba en su tercer trago, cuando Luis apareció, vestido en un traje negro, a juego con la camisa del mismo color, atrás quedo la corbata a rayas, la camisa blanca y esos lentes de contador, en esa ocasión usaba unos de material italiano, unos que la misma Fernanda había escogido para él de su último viaje.
—Te ves hermosa, tenía muchas ganas de decírtelo hoy—acercándose al oído, susurrándole esas seductoras palabras, con toda la intención de ir calentándolo el terrero, mientras tocaba una de sus piernas, traía puesto una falda corta, y un corpiño del mismo color, junto a bléiser, era una belleza exótica, con ese cabello naranja, como el ave fénix que resurge de sus cenizas.
—Sabes cómo hacer que una mujer se sienta alagada, ya pedí champaña.
Tragos van y otros vienen; iban en su segunda botella. Luis se sentía como en el aire, con su mente volando y las ideas revoloteando a su alrededor, debía y tenía que decirlo.
—No te cases, Fernanda, no lo hagas con ese imbécil, cásate conmigo. —Mientras mordisqueaba sus labios y acariciaba sus brazos, amaba ese perfume, el aroma que ella emanaba, alteraba sus sentidos, hacía que su cuerpo reaccionara a su presencia.
—Por favor, Luis, siempre que te emborrachas dices lo mismo a lo que yo respondo.
—Diciéndome que no, ¿tan poca cosa soy para ti? Porque solo soy un simple contador, tu padre dijo que si querías podía—Ella lo cayó, dejando un dedo sobre sus labios, para luego besarlo, quería olvidar, quería que sus besos la hiciera sentir algo esa noche, algo que por lo menos ligeramente removiera sus entrañas, que opacara cualquier recuerdo de aquel hombre, Luis no había sido el único con quien intentaba olvidarlo, nadie había podía hacerla delirar hasta sentir ver las estrellas, la manera en que Santiago lo hacía, podía ser un malnacido sin corazón, pero lo que sentía cuando hacia el amor con él, nunca más lo volvió a sentir ni remotamente parecido, el maldito cabrón era un rey del sexo y ella solo había encontrado lacayos.
—No pierdas tiempo hablando de cosa sin sentido, hazme tuya, hazlo como me gusta. ¿Recuerdas?
—Fuerte, duro, que te haga pedir más. —Ella besó sus labios, pasó su lengua por los bordes de estos y empezó a acariciar su miembro.
—Eso, claro que si—Aquella afirmación, hacía que Luis hinchara el pecho de orgulloso, en momentos como esos, se decía, que si no podía tener su corazón, por lo menos tenía su cuerpo, y que como él nadie la había hecho sentir, aunque esta nunca se lo hubiera dicho expresamente, él pensaba que cuando ella le pedía que no se detuviera, era porque estaba sintiendo tocar el cielo, cuando en realidad, ella necesitaba que le diera con tanta fuerza que hiciera que su mente se nublara y así dejar de recordar aquel infame hasta en esos momentos.
—Los hombres son tan fáciles de seducir —se decía a ella misma. Luis era tan básico, pero le servía para sus propósitos, sentir la adrenalina del sexo intenso, tal vez no el mejor de su vida, pero en algo aliviaba sus noches vacías y calentaba su cama. Porque no solo los hombres tienen derecho a usar el sexo como anestesia ante la falta de amor, ¿verdad?