Al abrir los ojos, Soledad pensó en Elian. Por un momento creyó que todo lo ocurrido la noche anterior había sido solo un sueño. Pero el olor a café recién hecho confirmaba que él seguía allí.
A la luz del día, la razón hablaba más fuerte que la emoción. ¿Cómo había permitido que un completo extraño se quedara en su casa? Aunque no le había hecho daño, bien podría haberlo hecho. No lo conocía. No sabía nada de él. Mientras tanto, Elian, versátil y silencioso, preparaba el desayuno con una calma desconcertante. A su lado, Guardián mordisqueaba feliz un trozo de pan. Soledad entró con su bastón, dudosa. Elian levantó la mirada brevemente. Percibía su incomodidad como si flotara en el aire. —Buenos días —murmuró ella, sin convencimiento. —Buenos días —respondió él, sin dejar de mover la cuchara. —¿Vas a comer? —preguntó Elian, con voz serena, mientras revolvía el contenido de la olla. En ese momento, no pudo evitar sentirse fuera de lugar, como si se hubiera infiltrado en una rutina que no le pertenecía. No era solo un guardaespaldas; ahora cocinaba, cuidaba... y eso no estaba en el trato. Desvió la mirada hacia la ventana, como buscando en el paisaje una razón para seguir allí. —No tengo hambre —dijo ella sin mirarlo. Elian arqueó una ceja de espaldas a ella. Malagradecida, pensó, aunque no lo dijo. La tensión creció como humo invisible. Soledad fruncía el ceño. Su mente era un torbellino. Finalmente, Elian rompió el silencio. —¿Qué te sucede? Ella respiró hondo y apretó los labios. —Es que… tú eres un completo extraño —dijo, por fin, como si soltara un peso. Elian no reaccionó de inmediato. Asintió, sereno. —Tienes razón. Pero si te preocupa que pueda hacerte daño, puedes estar tranquila. Jamás lastimaría a alguien como tú. Ella no respondió. Se levantó con la cabeza baja y se encerró en su habitación. Elian la vio irse. No sabía si sentirse molesto… o preocupado. Soledad necesitaba aire. Una ducha. Tiempo. Su cabeza era un revoltijo. Supuso que él habría salido al campo de tiro, así que aprovechó para alistarse. En su apuro, olvidó incluso el bastón. Caminó hacia la quebrada con toalla y ropa limpia. Guardián no la seguía. Extraño. Y entonces lo vio. Elian. Desnudo. Bañándose bajo el sol. El agua resbalaba por su espalda, marcando cada músculo, como si la naturaleza lo hubiese tallado con esmero. Soledad se paralizó. Su mente gritaba vete, pero sus pies se clavaron en el suelo. Se ocultó tras un árbol, cerró los ojos, tapó su boca… pero la imagen se negaba a marcharse. Elian hablaba con Guardián, agradeciéndole por cuidar su ropa. Cuando se puso los pantalones, Soledad entreabrió un ojo. Y se quedó, otra vez, sin aliento. Imponente. Fuerte. Hermoso. Una sonrisa se escapó, involuntaria. Se sintió una niña espiando algo prohibido. Pero Guardián, fiel delator, la delató con un ladrido. —¡No, no, no! —murmuró Sol, agachándose entre arbustos. Corrió de regreso a casa con el corazón en la garganta. Se dejó caer en el sofá, sin aire. Guardián la seguía, feliz e inocente. Elian llegó poco después, con el ceño ligeramente fruncido. —¿Qué ha pasado? Sol tragó saliva, aún con el rostro encendido. Tenía que inventar algo rápido. —No encontraba mi bastón… ni a Guardián. Me asusté. Quería ir a bañarme, pero sin él… empecé a gritar y a llorar. Supongo que fue una crisis tonta. Elian entrecerró los ojos. No había escuchado gritos, pero no insistió. —¿Te sientes bien? —preguntó, tomando su muñeca con delicadeza. Soledad tembló. El contacto la dejó sin aire. Elian lo notó, confundido. La soltó con cuidado. —Ya casi es hora del almuerzo... veré qué consigo o cocino —dijo Elian mientras se dirigía a la cocina, soltando un leve suspiro, como si aún se preguntara en qué momento pasó de guardaespaldas a cocinero improvisado. Soledad esbozó una tenue sonrisa, la primera del día. Aunque no lo admitiría en voz alta, ese detalle doméstico, casi absurdo, le arrancó un atisbo de ternura. Ella asintió, aún temblando. Horas más tarde, Sol seguía en la quebrada. Sumergida hasta los hombros, intentaba pensar en cualquier cosa menos en ese cuerpo esculpido bajo el agua. El sonido del viento, el murmullo del arroyo, el frío de la piedra… nada bastaba para borrar esa imagen. Entonces, Guardián movió la cola. —¡Sol! —gritó una voz masculina. Ella se tensó. —¿Brando? —respondió aliviada. —¡Sí, muñeca, soy yo! —dijo él con cariño, dándole la espalda al notar su estado. Ella sonrió. —¡Ah, bonito eres tú! —Claro que soy yo, ¿esperabas a otro? Sol se vistió rápido y con una chispa traviesa en los ojos, preguntó: —Brando… ¿me viste desnuda? Él se volvió rojo como un tomate. —¡No! ¡Jamás! ¡Nunca haría eso! Brando era refinado y dulce: delgado, piel clara, lentes de diseño. Tenía la calidez de un primo protector y una ternura que contrastaba con su apariencia elegante. Cuando estuvieron frente a frente, él la observó con atención. —¿Estás bien, Sol? Me crucé con un tipo en la casa. Alto, serio, cara de pocos amigos. Me dio mala espina. —Debe ser Elian… —respondió ella, intentando parecer despreocupada. —¿Y quién es ese sujeto? ¿Qué hace aquí? Soledad bajó la mirada. —Es una larga historia, Brando. Pero tranquilo, no es peligroso… creo. Aunque, en realidad, ni ella misma sabía si eso era verdad.