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2. "Un huésped con mirada de guerra"

—Hace unas noches alguien merodeó por aquí —dijo Sol con voz temblorosa—. Y como vivo sola... me asusta.

Elian, con el ceño fruncido y ese tono tan suyo, la interrumpió sin pensarlo dos veces:

—¿Y yo qué tengo que ver con eso?

La frialdad de su respuesta caló en Soledad. Bajó la mirada, sintiendo cómo una ola de tristeza le apretaba el pecho.

—Solo quería que me ayudaras a revisar el terreno... como soy ciega —susurró, pero él volvió a cortarla.

—Eso es trabajo de la policía. Yo no soy policía —dijo, seco.

Sol tragó saliva. Las palabras de Elian eran como piedras. Había esperado algo de compasión, pero él solo mostraba indiferencia. Aun así, intentó mantenerse firme.

—Está bien… disculpa —murmuró con pesar, antes de girarse para entrar en la casa.

Elian la observó por unos segundos. Sus pasos se alejaron, pero en su mente quedó el eco de su voz y la forma en que, por un segundo, pareció frágil.

Ya en el sendero, algo llamó su atención. Se detuvo y bajó la vista. Había una colilla de cigarro semi-apagada sobre la tierra húmeda. Caminó unos pasos más, hasta llegar a un árbol grande, donde una piedra mediana con la superficie lisa servía perfectamente de asiento. Cerca de ella, varias colillas y una caja vacía de cigarrillos confirmaban sus sospechas.

“Alguien ha estado aquí… mirando hacia la cabaña”, pensó.

Miró de reojo hacia la casa, sintiendo una punzada de incomodidad en el pecho. ¿Y si decía la verdad?

Encendió la linterna de su celular y se agachó para revisar el suelo. Las huellas eran claras: botas militares. Lo sabía por experiencia. Aunque ya no pertenecía al ejército, su instinto seguía intacto.

“No es época de prácticas… esto no es casualidad.”

La curiosidad —y quizás la culpa— lo empujó de nuevo hacia la cabaña.

[...]

En el interior, Guardián levantó la cabeza, atento.

Soledad sintió el cambio en su perro y frunció el ceño.

—¿Qué pasa? ¿Quién viene? —preguntó mientras tanteaba cerca del mueble hasta encontrar lo que buscaba: una pistola oculta.

El sonido de un golpe seco en la puerta la hizo tensarse. Guardó el arma bajo el suéter, en el cinturón, y se acercó lentamente. Guardián no se apartó de su lado.

Abrió la puerta con precaución.

—Buenas noches —dijo Elian, de pie bajo la penumbra del umbral, con su presencia imponente como siempre.

—Ah... eres tú —respondió Sol, tratando de sonar casual, aunque le sorprendía verlo de nuevo tan pronto.

—Estuve pensando en lo que dijiste —dijo Elian con un tono más controlado—. Quiero saber más.

—Pasa —dijo ella, esta vez con una sonrisa sincera.

Elian entró, mirando a su alrededor. La cabaña era modesta, con muebles viejos pero bien cuidados, cortinas sencillas, y un aire a madera antigua que se mezclaba con el aroma a café guardado. Había calidez en el ambiente, a pesar del abandono.

Frente a un cuadro colgado en la pared, Elian se detuvo.

—¿Es tu padre? —preguntó, señalando al hombre con uniforme militar.

—No. Es mi abuelo —respondió Sol, guiada por el sonido de sus pasos.

Elian la miró con atención, mientras ella, con ayuda de Guardián, se sentaba en el sofá.

—¿Tu abuelo te enseñó a usar armas?

Soledad dudó. No supo qué responder.

—Eh…

—Estás ciega. ¿Para qué demonios llevas una pistola? —espetó él, sin filtro—. ¿Piensas disparar a la primera sombra?

Ella se mordió el labio. Había olvidado que él tenía ojos entrenados. Lo notó.

—Solo… es por precaución —murmuró, avergonzada.

—No es un juguete. Dámela —ordenó Elian.

—No —respondió ella de inmediato, alzando la barbilla.

Elian bufó, frustrado.

—Haz lo que quieras. Pero no me quedaré a ver cómo juegas con fuego —gruñó, girándose hacia la puerta.

—¡Espera! —la voz de Soledad tembló—. Te la daré. Solo… no me dejes sola. Por favor.

Elian se giró, con una media sonrisa irónica. Se acercó, y ella le tendió el arma con manos temblorosas. El frío del metal le traspasó los dedos, como si pasara parte de su miedo a través de él. Él la tomó sin violencia, la descargó con movimientos rápidos y seguros.

—Trabajo como guardaespaldas. Estoy de vacaciones, pero haré una excepción… porque estás ciega. Y porque tengo la impresión de que eres la nieta de un coronel con dinero —dijo con tono mordaz—. Así que espero que pagues bien.

Soledad lo miró, herida.

—No tengo dinero —susurró—. Así que no pierdas tu tiempo.

Elian la observó con escepticismo, luego se sentó en una vieja silla de madera frente a ella.

—No te creo.

Ella respiró hondo, conteniendo las lágrimas.

—Es cierto. Esta hacienda fue de mi abuelo. Pero cuando murió, mi tío me echó. Vivo aquí como puedo. No tengo ni para comer.

Elian escuchó en silencio. Su rostro no se inmutó, pero algo en sus ojos cambió levemente.

—Qué historia tan conmovedora —dijo al fin, con sarcasmo—. Casi lloro.

Soledad desvió la mirada, lamentando profundamente haberle pedido ayuda.

Hubo un breve silencio.

Elian la observó con atención. Era hermosa, de una manera serena y vulnerable. Su cabello negro caía en ondas suaves, su piel parecía de porcelana, y sus labios… eran demasiado delicados para un lugar tan hostil.

—¿Cómo te llamas? —preguntó de pronto.

—Soledad —respondió ella sin ánimos.

Elian alzó las cejas, entre sorprendido y burlón.

—Le haces honor a tu nombre —dijo, sin pensar en lo cruel que podía sonar.

Soledad bajó la cabeza, intentando ocultar el dolor que le provocaban esas palabras.

Una lágrima solitaria descendió por su mejilla. Con disimulo, la secó con la punta de los dedos, intentando que Elian no lo notara. Guardó silencio, mordiéndose los labios para no dejar escapar el nudo en su garganta.

Elian, por más que se esforzaba en mantener su corazón endurecido, sintió un leve pinchazo de compasión al verla así. No lo reconocería ni aunque lo torturaran, pero algo en la tristeza contenida de la joven le removió viejos recuerdos que prefería enterrar.

Hacía tiempo que no se metía en líos… y, en el fondo, los echaba de menos. Había algo en este asunto que le devolvía el sabor del peligro, de la acción que tanto extrañaba. Además, si iba a quedarse, quería respuestas.

Disimulando cualquier atisbo de empatía, preguntó con su tono habitual:

—¿Hace cuánto tiempo empezó todo esto? ¿Cuándo comenzaron a rondar por aquí?

Soledad mantuvo la vista fija al frente, fingiendo que no podía notar su expresión.

—Unos días después de que llegué. Hace menos de un mes —respondió, mientras tomaba su bastón con ambas manos, como si buscara aferrarse a algo.

Elian entornó los ojos, evaluando la información. Había algo que no encajaba. No le gustaba hacer suposiciones, pero una sospecha comenzó a formarse en su mente.

—¿Tu abuelo te dejó herencia? —preguntó, directo.

Soledad, que comenzaba a entender cómo funcionaba la mente de Elian, creyó que la pregunta tenía un trasfondo económico. ¿Quería asegurarse de que le pagarían?

—No lo sé aún. El testamento no se ha leído —respondió con cautela.

Elian esbozó una sonrisa ladeada, más por confirmar una teoría que por interés económico. Su instinto le decía que había algo más en juego. Tal vez alguien no quería que ella heredara nada.

Sol lo percibió. Aunque no podía verlo con claridad, supo que esa sonrisa no era por amabilidad.

—¿Y tus padres? ¿Tienes hermanos? —continuó él, como si repasara una lista de posibilidades.

—Soy huérfana. Mi abuelo me crió. No tengo hermanos —dijo Soledad, con voz baja pero firme.

Elian alzó las cejas, sorprendido por lo dura que parecía haber sido su vida. Por primera vez en la conversación, se quedó en silencio unos segundos.

Se levantó de la silla, estirando los hombros como quien toma una decisión con desgano.

—En eso nos parecemos —comentó con tono neutro—. Tengo hambre. ¿Hay algo en la cocina?

Y sin esperar respuesta, caminó hacia allí, dejando a Soledad sentada en el sofá, todavía procesando la extraña mezcla de hostilidad y ayuda que caracterizaba a ese hombre.

En la ventana, sin que ninguno lo notara, una silueta observaba en silencio.

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