El ladrido de Guardián rasgó el silencio de la noche como un trueno lejano.
Soledad se incorporó bruscamente en su cama, el corazón martillándole en el pecho. El interior de la cabaña era un mar de sombras, apenas iluminado por la tenue luz de la luna que se filtraba entre las rendijas de las ventanas. El viento susurraba entre los árboles, y las ramas golpeaban suavemente el techo, como dedos esqueléticos llamando a la puerta. La cabaña donde vivía se alzaba solitaria en medio del bosque, sobre la ladera de una colina que tiempo atrás fue parte de la hacienda de su abuelo. Era una construcción rústica de madera envejecida, con un porche de tablas crujientes, una chimenea que rara vez usaba y un jardín salvaje, donde crecían malezas junto a las flores que una vez plantó su abuela. El bosque la abrazaba por todos lados, denso, verde y lleno de murmullos. Soledad Montenegro, una joven de veinte años, vivía allí desde hacía tres meses, desde que fue expulsada por su tío. Celoso y ambicioso, el hombre no soportaba la idea de que su sobrina pudiera heredar parte de la fortuna del coronel Montenegro, su difunto padre. Su historia estaba marcada por la pérdida. Su madre, hija del coronel, se quitó la vida cuando Soledad era apenas un bebé. Su padre desapareció tiempo después, y nunca se volvió a saber de él. Sus abuelos la criaron, pero su abuelo, un hombre estricto y conservador, jamás la aceptó por completo. A sus ojos, ella era el fruto de una vergüenza que su hija le había impuesto. Los ladridos de Guardián se intensificaron, cortando el hilo de sus pensamientos. Ya no eran simples ladridos: eran gruñidos bajos, amenazantes. Soledad contuvo el aliento. Se levantó con cuidado, tanteando el suelo con los pies descalzos. El aire estaba helado. Tomó el rifle que descansaba junto a la puerta. El contacto del metal le dio un atisbo de seguridad. Se acercó a la ventana, el crujido del piso bajo sus pasos le pareció un estallido en medio del silencio. Abrió un poco la cortina y miró hacia el jardín bañado por la luna. No vio nada. Solo la silueta de los árboles moviéndose, pero algo estaba allí. Lo sentía. El perro nunca ladraba sin razón. Una rama se quebró en algún punto cercano. Soledad cerró los ojos un segundo, contuvo la respiración, y luego, con decisión, abrió la ventana con cautela y disparó al aire. El estruendo retumbó entre los árboles como una explosión, y el silencio volvió poco a poco, como un animal que se retira. No era la primera vez. Últimamente, sentía que la vigilaban. La espera del testamento, la soledad, y esa sensación constante de estar atrapada, comenzaban a erosionarla por dentro. --- Al día siguiente, cerca de las tres de la tarde, alguien tocó a la puerta. Guardián ladró, agitado. Soledad acarició su pelaje para tranquilizarlo y caminó hacia la entrada. Sus dedos rozaron el picaporte frío como si fuera una serpiente dormida. Abrió con lentitud. Ante ella se encontraba un hombre que parecía sacado de una novela militar: alto, de complexión fuerte, rostro cuadrado, cabello oscuro con corte al ras y ojos fríos como el acero. Vestía una camiseta gris ajustada, pantalones tipo comando y botas negras que crujían bajo su peso con un sonido grave. Soledad fingió ceguera, como lo hacía desde que era adolescente. Aunque había recuperado la vista, seguía interpretando el papel de una joven ciega ante todo aquel que llegaba. Era su escudo, su manera de protegerse del mundo. —Buenas tardes —dijo el hombre con voz grave—. Busco al propietario de esta casa. —Soy yo —respondió Soledad con suavidad, acariciando a Guardián, que no apartaba la mirada del desconocido. El hombre se quedó en silencio unos segundos, observándola. Luego, como queriendo confirmar algo, acercó su mano al rostro de la joven. Soledad contuvo el aliento, los músculos tensos, pero no reaccionó. —Mi nombre es Elian. Necesito tu permiso para practicar tiro en las tierras cercanas. —Está bien... solo te pido que me avises cuando termines —dijo ella, con un leve temblor en la voz. Elian asintió. Le parecía una petición extraña, pero aceptable. —Regresaré más tarde. Cuando se marchó, Soledad cerró la puerta lentamente. Su corazón latía con fuerza. No sabía qué había sido más desconcertante: la presencia de aquel hombre, su mirada, o la inquietud que se había alojado en su pecho. Había algo en él... No era amor, ni deseo inmediato. Era una chispa de interés, de intriga. Como si algo dormido en ella se hubiese despertado. Pero era demasiado pronto para saberlo. Solo sabía una cosa: Elian no era un hombre cualquiera. Y en el fondo, eso le preocupaba más de lo que quería admitir. El perro gimió quedamente, como si entendiera las emociones de la joven. Ella se agachó y lo rodeó con los brazos, aferrándose a su peludo y fiel compañero, el único ser que no la había abandonado. --- Casi había oscurecido cuando Elian regresó a la cabaña. Venía a avisar que se marchaba, pero antes de hacerlo, sus pasos firmes se detuvieron al notar una sensación extraña… como si alguien lo observara. Alzó la mirada hacia la ventana. Desde el interior, Soledad lo espiaba en silencio. Sus ojos recorrieron su figura con una mezcla de curiosidad e inquietud, hasta que Elian giró la cabeza hacia su dirección. Ella reaccionó de inmediato, ocultándose tras la cortina con el corazón latiéndole como un tambor. Por suerte, él no llegó a verla. Minutos después, escuchó los golpes secos en la puerta. Sol respiró hondo, se alisó el cabello con manos nerviosas y comprobó rápidamente su ropa. A pesar de su aislamiento, quería causar una buena impresión. No sabía por qué… pero quería. Cuando abrió la puerta, Guardián no ladró. Se mantuvo a su lado en completo silencio, como si compartiera el presentimiento de que aquel hombre no representaba una amenaza. O quizás, simplemente, obedecía el lenguaje mudo de su dueña. Elian la miró con atención. Había algo extraño en esa chica… algo que no encajaba del todo. Pero si fingía ser ciega, lo hacía muy bien. —Vengo a avisarte que ya me voy —dijo con su voz áspera y directa—. Quiero regresar mañana, así que necesito tu consentimiento. Soledad asintió, aunque por dentro sentía una tormenta de emociones que no sabía cómo explicar. Su corazón se aceleraba sin razón lógica. Era solo un hombre. Un extraño. ¿Entonces por qué le provocaba ese nudo en el estómago? —Está bien —murmuró con voz suave, un poco temblorosa. —Adiós —respondió él. Dio unos pasos hacia el sendero, pero antes de desaparecer entre los árboles, se detuvo. Miró el bosque, como si escuchara algo. O como si algo en su interior también se negara a marcharse tan pronto. Soledad lo observó en silencio por un instante, con la puerta aún entreabierta. Algo dentro de ella la impulsó a hablar, a no dejarlo ir sin decir lo que pasaba por su mente. —Espera… —su voz salió más débil de lo que esperaba. Elian giró el rostro, intrigado. Su expresión era severa, como siempre, pero sus ojos parecían escudriñarla. —¿Todavía estás aquí? —preguntó ella, con un dejo de timidez que no logró disimular. —¿Qué necesitas? —replicó él, con tono impaciente. Soledad tragó saliva. Sabía que él no era un hombre amable, pero quizás, solo quizás, podía confiar un poco en él. —Quiero pedirte un favor… Elian frunció el ceño de inmediato. No le gustaba que le pidieran nada. Pero algo en la expresión de la muchacha —tan frágil, tan real— lo hizo quedarse quieto. Y aunque no lo admitiría jamás, sentía que le debía algo.