Lucy no puede respirar.
No es una metáfora ni una exageración. Literalmente, el aire no le entra en los pulmones. Está viendo la escena frente a ella, pero algo dentro de su mente se niega a aceptarlo.
Es como si su cerebro hubiese decidido desconectarse para protegerla.
El pasillo de la casa está lleno de uniformes, luces rojas y azules filtrándose por las ventanas, y ese olor metálico del miedo que lo impregna todo.
Los oficiales hablan, los papeles se agitan, las esposas tintinean… pero el mundo de Lucy se reduce a una sola imagen: Sawyer con las muñecas unidas por un par de grilletes.
—No… no puede ser —susurra, con la voz hecha trizas—. No puede ser verdad.
El corazón le late tan fuerte que siente que va a desgarrarle el pecho.
Está viendo cómo lo rodean, cómo le toman del brazo, cómo lo empujan hacia la puerta. Y no puede moverse. No puede hacer nada.
—Esperen —dice por fin, corriendo hacia los oficiales con desesperación en los ojos—. ¡Esperen, debe haber algún error! Sawyer