La noche ha sido un castigo.
Lucy no ha cerrado los ojos ni un solo segundo. Cada vez que parpadea, ve a Sawyer esposado, la mirada de incredulidad en su rostro, el brillo metálico de las luces reflejándose en las lágrimas que no alcanzó a limpiar.
El eco de su voz “Te amo, Lucy” aún retumba en su mente, una promesa y una herida al mismo tiempo.
Cuando el cielo apenas comienza a aclararse, con esa mezcla entre azul pálido y gris que precede al amanecer, Lucy se levanta de la cama sin sentir las piernas.
La casa está en silencio. Poppy duerme profundamente en su habitación, abrazada a su osito.
La visión de la pequeña, tan ajena al caos, le arranca un nudo en la garganta.
No puede permitir que su mundo se desmorone. No otra vez.
Toma el teléfono con las manos temblorosas y marca el número de la niñera.
—¿María? Soy Lucy. Necesito que vengas, por favor. Es urgente. —Su voz suena quebrada, diferente, como si hablara desde otro cuerpo.
—Claro, doctora, ¿todo bien?
Lucy duda. No. Nada es