El portón del hospital psiquiátrico se cierra con un chirrido largo, oxidado, como si la misma estructura se lamentara por recibir una nueva alma rota.
Camille Leclerc — Calderón es escoltada por dos enfermeros y una doctora de rostro inexpresivo. Sus pasos resuenan en el suelo de baldosas blancas, frías, perfectamente alineadas.
Las luces del pasillo parpadean, no por fallas eléctricas, sino por costumbre. Todo en este lugar parece al borde de la descomposición controlada.
Camille mantiene la cabeza en alto, aunque sus ojos se mueven rápido, saltando de sombra en sombra.
A cada lado, puertas reforzadas con ventanas de vidrio grueso. Tras ellas, rostros. Algunos vacíos, otros ansiosos. Uno, dos, tres pares de ojos que la siguen como si supieran quién es. Como si ya la hubieran estado esperando.
—Esto es temporal —murmura, más para ella misma que para los demás—. Yo no estoy loca. Ellos... ellos quieren hacerme parecer loca.
La doctora no responde. Anota algo en su libreta.
Camille