El amanecer pinta la ciudad de tonos fríos mientras Óscar se sienta en su coche, estacionado a una cuadra del lugar donde Emma sigue encerrada.
Ha pasado la noche en vela, anotando rutas posibles, entradas alternativas, ideas de escape. Pero ninguna es segura.
Camille ha sido meticulosa. La casa donde la tiene está en una zona olvidada, sin cámaras, sin vecinos, y con una única entrada que él mismo cerró con una doble traba de seguridad. Si hace algo sin pensarlo bien, todo se vendrá abajo… y Emma pagará el precio.
Aprieta el volante con fuerza.
—Maldición… —susurra.
Durante años trabajó en las sombras, sin preguntarse por quién ni por qué. Pero esta vez no puede ignorar lo que siente. El rostro de esa niña —con sus rizos despeinados, sus ojos hinchados de tanto llorar— lo persigue incluso cuando parpadea.
Revisa su teléfono, sin notificaciones. Espera un mensaje de Camille, alguna señal, pero no hay nada. Ni una palabra desde el último “no te acerques sin avisar”.
“Hay que ser más i