El reloj marca las cuatro de la madrugada cuando Henry sale del edificio de seguridad privada que ha contratado para revisar las cámaras de la zona.
Tiene ojeras marcadas, la chaqueta arrugada, y las manos le tiemblan del café que lleva tres horas enfriándose en su vaso térmico. Pero no se detiene. No puede hacerlo.
Emma sigue desaparecida.
La imagen de la pequeña abrazando su peluche de unicornio, con los rizos dorados rebotando mientras se despedía de Isabella esa mañana, se le ha grabado en la mente como una pesadilla que se repite una y otra vez. Su sobrina. Su sangre.
Y aunque él no fue parte de los primeros años de su vida, aunque su historia con Alexander esté marcada por el resentimiento y la traición, Henry sabe que esta es su oportunidad para demostrar que ha cambiado.
Que quiere cambiar. Que no es el villano de esta historia.
Entra a su auto y marca el número de uno de sus contactos en la Interpol. Le cuesta que le respondan a esa hora, pero cuando lo hacen, habla con rap