Emily
El dolor me despertó en mitad de la noche. Un dolor agudo, punzante, que me atravesó el vientre como una daga. Me incorporé de golpe, jadeando, con las manos aferradas a mi abultado abdomen. Estaba empapada en sudor frío.
"No, por favor, no", susurré en la oscuridad. "Todavía no es tiempo".
Apenas había cumplido siete meses de embarazo. Era demasiado pronto para que mis bebés vinieran al mundo. Intenté respirar profundamente, convenciéndome de que solo era una falsa alarma, una de esas molestias normales del embarazo múltiple que la doctora Ramírez me había advertido. Pero entonces llegó otra punzada, más intensa que la anterior, y sentí algo húmedo entre mis piernas.
Con manos temblorosas, encendí la lámpara de la mesita de noche. Las sábanas estaban manchadas de sangre.
—¡Christopher! —grité, con el pánico atenazándome la garganta—. ¡Christopher!
Escuché sus pasos apresurados por el pasillo antes de que la puerta se abriera de golpe. Su rostro, normalmente compuesto, se transf