Manu
Nino me abrazó emocionada al darse cuenta de lo que acababa de proponer, aunque, sin duda, también consideraba que aquella era la más loca de mis ideas. Por fortuna aceptó, feliz de que mi obsesiva existencia se adecuara a su caos alegre y colorido. Una vez más, la noche se hizo corta para nuestras largas conversaciones, más aún al imaginar la forma en que se lo plantearía a mi familia, y claro, también a la familia de Nino, quienes ni idea tenían de que existía un Manuel que pensaba en su hija desnuda más de lo que debería.
Volví a casa por la tarde, seguro de que mi hermano y mi madre ya se encontraban ahí. No estaba nervioso realmente, sino más bien, sorprendido. Nino había cambiado mi vida hasta niveles inimaginados. Y es que, si existía algo que todos en casa teníamos por seguro, era el hecho de que jamás saldría de ahí. Nunca, ni en el mejor de mis sueños, se había pasado por mi mente explicarle a mi madre que ya no viviría más a su lado, y mucho menos que allá afuera había