Después de aquel día, el Alfa y la Luna me llamaron varias veces.
Su tono era amable, intentaban convencerme de volver a la Manada Bravo.
Yo lo rechacé sin dudar.
Ese lugar me costó toda la vida escapar de él, ¿cómo iba a regresar?
El día en que me encontré con Ignacio para comer, él llegó como siempre: discreto, vestido de negro, la visera de la gorra cubriéndole el rostro.
Lo entendía. El Alfa de la Ciudad Central siempre estaba bajo vigilancia, y más alguien como él, primer portavoz en el Consejo y con influencia en todos los territorios. Aparecer en un poblado fronterizo era exponerse al morbo y al riesgo de un atentado.
Reservé un privado en la parte trasera del restaurante. Pero apenas nos sentamos, Fernando irrumpió de golpe.
Me sujetó de la muñeca.
—Valeria, ¿te atreviste a venir a comer con él?
Su voz resonó fuerte, cargada de furia.
Fruncí el ceño y me solté de un tirón:
—Fernando, ¿con qué derecho me controlas?
Esta vez no me contuve. Saqué las garras y lo hice soltarme con