Capítulo 5 Desconcertado

Samantha sintió un frío electrizante recorrerle la espalda. Sus hijos no podían andar por ahí, y mucho menos con Javier en ese lugar.

¿Qué pasaría si los veía? Aunque fuera improbable que reconociera algo, ella no estaba dispuesta a correr ese riesgo. Ni siquiera por azar quería que se cruzaran con él.

Por eso siempre había vivido detrás de un seudónimo y un rostro oculto. El éxito arrollador y la presión de los fanáticos la habían obligado a salir a la luz, pero en verdad lo había hecho solo por una persona: su mejor amigo y editor, Alex Cooper.

Él no solo la había impulsado en su carrera de escritora, también había estado a su lado criando a sus hijos. Solo por esa lealtad había aceptado regresar a Buenos Aires, una de las ciudades más importantes para la presentación de su libro.

Claro, Alex nunca supo la verdad de su pasado, y mucho menos quién era el padre de los niños. Nadie lo sabía, excepto su asistente y Ana, que la había acompañado desde siempre. Esa era la razón de su desesperación.

—¡Vamos a buscarlos de inmediato! Megan, avisa a la seguridad. Ellos no pueden andar solos por acá, ¡vos sabés bien por qué! —ordenó con la voz quebrada.

Su asistente salió corriendo hacia los guardias del hotel y los hombres que Samantha había contratado.

—Ana, necesito que te calmes y vayas al salón. Yo revisaré los pasillos… No puedo mostrarme, ¡Javier está acá!

Ana se quedó paralizada, con los ojos abiertos como platos.

—¿Qué dices? Dios mío… no… no puede ser… —murmuró, llevándose las manos al rostro.

—Tranquilizate. Andá al salón, seguramente están por ahí. Vos sabés lo inquietos que son.

Ana asintió y se fue a toda prisa, mientras Samantha recorría los pasillos con el corazón desbocado. Sentía que cada paso podía acercarla al final de todo lo que había construido.

Mientras tanto, en el salón:

—Vamos, Dani, dame la mano. Tenemos que encontrar a ese señor antes de que mamá o Ana nos vean —susurró Sebastián, arrastrando a su hermana con determinación.

La niña apretó sus dedos contra los de él, mirando alrededor con miedo.

—Mamá se va a enojar mucho… ¡y todo por tu culpa! —le reprochó con un puchero.

Él la fulminó con la mirada.

—¿No quieres ver más de cerca a ese señor? ¿Y si es nuestro padre?

—¿Y si no lo es? ¡Nos vamos a meter en un lío tremendo! —replico ella, tratando de detenerlo.

Pero Sebastián ya no la escuchaba. Sus ojos brillaban, fijos en la figura que se alzaba al otro extremo del salón. El corazón le latía como un tambor.

—¡Allí está! —exclamó, tironeando de su hermana.

La niña quiso resistirse, pero él la arrastró con fuerza. Juntos comenzaron a correr hacia el hombre que, sin saberlo, estaba a punto de enfrentarse al pasado que había dejado atrás.

Los niños atravesaron la multitud, esquivando adultos que los miraban extrañados. Sebastián, decidido, tiraba de la mano de su hermana que apenas lograba seguirle el paso.

Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, él levantó la voz con nerviosismo, pero con valentía:

—¡Señor! ¡Señor!

Javier, que conversaba con un grupo de empresarios, se giró con gesto automático. La copa de vino en su mano quedó suspendida en el aire cuando vio a los dos pequeños frente a él.

El murmullo del salón parecía haberse apagado. Solo quedaba el brillo de esos ojos azules enormes, clavados en los suyos con una intensidad desconcertante.

Frunció el ceño, sorprendido.

—¿Qué…? —murmuró, inclinándose un poco hacia ellos.

Nunca los había visto en su vida. Sin embargo, algo lo incomodaba: había un extraño magnetismo en esa mirada.

Sebastián, con el corazón latiendo a mil, respiró hondo antes de hablar:

—¿Cómo se llama usted?

El hombre parpadeó, desconcertado por la pregunta.

— Yo, me llamo Javier —le dijo, sonriendo levemente—, encantado. ¿Y ustedes son…?

Con una sonrisa forzada, se inclinó un poco más y le dio la mano al niño, saludándolo. Apenas lo tocó, un escalofrío lo invadió.

La niña, más tímida, se aferró al brazo de su hermano y lo miró aterrada.

— Hermano... vámonos, por favor —susurró con voz temblorosa.

Él no la escuchó.

—Es que… —se mordió el labio, bajando la vista y luego volviendo a mirarlo con audacia—, es que nosotros… queríamos conocerlo. —  Tragó saliva, apretando con más fuerza la mano de su hermana. Y entonces, como si no pudiera contener la pregunta que le quemaba por dentro, soltó:

—¿Es usted… nuestro papá?

El silencio se hizo tan espeso que hasta la música de fondo pareció desvanecerse.

Javier se quedó helado. La copa tembló en su mano, y frunció el ceño con desconcierto. Los miró con detenimiento, como si buscara algún parecido, algo que justificara semejante pregunta.

—Qué... ¿Qué dijiste? —preguntó, con la voz más baja de lo habitual.

Pero no alcanzó a terminar la pregunta. Ana apareció de pronto, pálida como un papel, y se interpuso con rapidez entre los niños y Javier.

— ¡Niños, aquí estaban! —exclamó, obligando a que Sebastián soltara la mano del hombre—. Perdón, señor ¡mis niños son muy inquietos y bromistas! —Soltó un largo suspiro, sonriendo.

Javier alzó una ceja, aún más intrigado no apartó la vista del pequeño. Había algo en esos ojos azules que lo desarmaba, aunque se negara a admitirlo.

— Curiosa broma ¿no? —dijo finalmente, esbozando una sonrisa forzada. —Pero su mirada permanecía fija en la del niño, inquieta, como si aquella inocente pregunta hubiera abierto una grieta imposible de cerrar— ¡Son chicos muy ocurrentes!

—¡Lo siento, lo siento! —se excusó Ana, sin dar más explicaciones.

Los observó con atención una vez más, como si quisiera grabar sus rostros en la memoria, mientras Ana se los llevaba un poco más a rastras, regañándolos. En su mente no hallaba ninguna explicación, pero su pecho latía con una inquietud que no lograba justificar. La mirada tímida, casi angelical de la niña, le hizo recordar a ... Samantha.

¿Otra coincidencia?

En ese momento, su mejor amigo Martín Santamaría se acercó a él, rompiendo el encanto del momento.

— ¿Estás bien Javier? —le dijo palmeándole la espalda—. Parece que hubieses visto a un fantasma.

Javier no lograba salir de su desconcierto.

— Es que... ¿viste a esos dos chicos? ... me preguntaron si yo era el padre...

Martín miró hacia todos lados, pero, ellos ya habían desaparecido.

— ¿Qué chicos? ¿De qué estás hablando? ¿Padre? ¡Dios mío, Javier! No repitas eso ante Luciana porque puede llegar a matarte —Bromeó— Me parece que ya tomaste demasiado.

Javier inconscientemente, miró su copa.

No, él no había tomado tanto como para imaginarse lo que el niño le había dicho, ni para sentir lo que había sentido al verlos.

Primero la escritora y ese aire familiar que tenía que lo había golpeado de lleno y ahora los niños.

¡Qué noche más extraña! Y lo peor de todo era, que aún no había terminado.

No para él.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP