La manada Luna Negra, por sus famosas piedras naturales en forma de corazón, siempre había sido el lugar preferido para la luna de miel entre parejas del pueblo lobo.
Supongo que esa era la razón por la que mi padre, Victoria y Daniel decidieron aparecer aquí… Justo ahora.
Y yo... solo pude lamentar no haber vengado a mi madre cuando aún tenía mi alma de loba y toda mi fuerza.
Me incorporé sin decir palabra, sacudí el polvo de mi ropa con indiferencia, y miré con asco a mi padre.
—Este lugar es la tierra de mi madre. ¿Cómo te atreves a pisarlo con la hija de tu amante?
—No tengo tiempo para tus escenas ridículas. Lárgate de una vez.
Ignoré su mirada cargada de furia y seguí ayudando a los heridos. Desde lejos, Daniel se acercaba, rodeando con su brazo a Victoria, que lucía pálida y frágil.
Cuando nuestros ojos se cruzaron, su mirada se ensombreció un instante. Luego murmuró, como disculpándose:
—Regina... se me pasó tu cumpleaños. Cuando termine todo esto, pensaba…
Mi vista se desvió con calma hacia sus manos, entrelazadas con las de Victoria, donde ambos lucían los anillos de pareja. Negué con la cabeza, serena.
—No hace falta.
Mi reacción sin rabia, sin lágrimas, los desconcertó a los tres.
Mi padre fue el primero en estallar en una carcajada amarga.
—¿Qué te pasa ahora, Regina? Todos saben que amas a Daniel como una tonta sin orgullo. ¡Aunque estés embarazada, ni siquiera mereces lamer los zapatos de Victoria!
Daniel también perdió la paciencia.
—¡Regina! ¡Ya basta de seguirme y crear problemas! ¿Ahora vienes a hacer un berrinche en medio de una misión? Mi paciencia tiene un límite —gruñó—. Victoria necesita reposo. Tu presencia solo la altera. ¡Te largas ahora mismo!
Dicho eso, me agarró del brazo con fuerza, como si fuera a arrastrarme fuera del lugar. Pero en ese instante, la tierra volvió a temblar.
Una réplica.
Daniel me soltó de inmediato y corrió con mi padre hacia Victoria, sin mirar atrás.
Caí de rodillas sobre la grava. La piel de mis manos y mejillas se desgarró al chocar contra el suelo y la sangre caliente me nubló la vista.
Vi algo brillar al lado de una roca.
Una cuchilla.
La misma que Daniel había soltado por reflejo, para dirigirse a Victoria.
—¡Victoria, agáchate! —gritó, usando su arma para desviar el proyectil.
Logró salvarla. Sin dudar; sin importar que yo estaba en la trayectoria de caída.
Tarde. El filo alcanzó mi espalda.
El ardor del corte se extendió como fuego por mi cuerpo. Caí sobre el charco de mi propia sangre, encogida como una hoja seca.
Entre la confusión, mis ojos alcanzaron a ver el mango del cuchillo, incrustado en la roca. En él... estaba grabado mi nombre.
«Regina.»
Yo misma lo había hecho para él. Un regalo de compañera.
Y ahora… era el arma que me había roto.
Todo se volvió negro.
***
Desperté en la clínica de la chamana. Sola.
No había nadie en la habitación.
Ni Daniel. Ni mi padre. Ni siquiera una simple nota.
La chamana me miró con seriedad al ver que abría los ojos.
—Tus heridas no están sanando como deberían. Si insistes en curarte con medicina avanzada, podrías perder al bebé.
Me quedé mirando el techo.
Cuando mi voz, por fin, salió, fue apenas un susurro:
—No hay que salvarlo. Por favor, ayúdeme a interrumpir el embarazo.