Quebradizo.

Dante se encontraba solo, a unos metros del borde del muelle, con la chaqueta aún abierta como si no pudiera cerrarse ni contra el frío ni contra el dolor. Había huido de la cabaña justo después de la breve y amarga discusión con Isabella durante el desayuno. No había gritado. Ni ella. Pero las palabras que no se dijeron eran las que más dolían. Y ahora estaba allí, intentando engañarse, queriendo convencerse de que la distancia curaría lo que el corazón se negaba a enterrar.

Se acercó al barandal, apoyó ambas manos con fuerza sobre la madera húmeda, y clavó la mirada en la inmensidad del mar. Las olas chocaban una tras otra como si supieran que dentro de él también había una tormenta. Cerró los ojos, deseando que el viento se llevara su nombre.

El nombre de Isabella.

Pero no había refugio.

Cuando los abrió, Isabella estaba a pocos pasos. Como una visión sacada de sus pensamientos más inconfesables.

El viento jugaba con sus cabellos, despeinando esa calma aparente con la que lo miraba
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