La noche había caído con una quietud pesada sobre la casa de Thomas, esa clase de silencio que no invita a la paz, sino a la memoria. El refrigerador zumbaba bajo, constante, mientras el reloj de pared dejaba caer los segundos como gotas que erosionaban la paciencia.
Thomas apoyaba los codos en la mesa de la cocina. Tenía una taza de café entre las manos, pero no la bebía. Sus ojos estaban fijos en la madera rayada del mantel individual, como si pudiera encontrar alguna respuesta oculta entre las grietas. A lo lejos, en el cuarto de Xavier, se escuchaba el murmullo de un programa infantil bajito. El niño ya dormía. Claire no.
—¿Vas a seguir así mucho tiempo más? —preguntó su madre, sin preámbulos, desde el umbral. Su voz era seca, pero no cruel—. Porque si vas a seguir arrastrándote por los rincones, mejor que lo digas ahora. Así me voy haciendo a la idea de que te perdimos para siempre.
Thomas cerró los ojos un instante. No tenía fuerzas para defenderse. No esa noche.
Claire entró en