Sophia escribió el mensaje con manos que no temblaban. Aprendió hacía tiempo que el cuerpo se adaptaba a lo insoportable, como la piel al sol o al frío, como los dientes al apretar.
«Te gustaría que tengamos una cita? Una de verdad. Cena, vino, tú y yo. Sin excusas.»
Lo releyó una sola vez antes de enviarlo. No necesitaba revisarlo. Lo había pensado todo durante horas, en silencio, con una taza de té intacta sobre la mesa y las persianas apenas abiertas. La luz que entraba era tibia, pero su decisión tenía filo.
Gabriel respondió a los tres minutos.
«Creí que no lo pedirías nunca. Claro que sí.»
Una parte de ella se sintió aliviada. Otra, incómodamente asqueada.
El juego había comenzado. Y tenía que fingir que no era un juego.
La cita era en un restaurante al que Gabriel solía mencionar cuando hablaba de sus reuniones con algunos miembros del club: un rincón escondido entre calles estrechas, con faroles antiguos y manteles blancos. Un lugar con historia y muy exclusivo. Y con reservas