Castor dio una calada al cigarrillo y miró otra vez el reloj. Las manecillas parecían burlarse de él, avanzando con lentitud exasperante. Llevaba veinte minutos esperando, y el parque estaba desierto. Apenas algún farol parpadeante y el murmullo constante del río, oscuro, profundo, como si también estuviera esperando algo que no llegaba.
Se frotó el brazo enyesado con torpeza. El yeso era incómodo, pesado. Le dolía hasta el alma. No solo por la fractura, sino por lo que significaba. Porque lo había dejado pasar. Porque había sido un cobarde. Al menos no hacía frío. Las noches calurosas de octubre no se habían hecho esperar, y ahora unos muy agradables veintidós grados lo envolvían.
Estaba a punto de levantarse del banco cuando vio las luces. Un auto negro, de líneas discretas, se estacionó lentamente frente a él. Los vidrios eran oscuros. Se tensó. Su cuerpo entero se preparó para huir o para golpear, aunque sabía que con un brazo menos no iría muy lejos.
El vidrio del acompañante des