Castor odiaba los ascensores de vidrio. No por vértigo, sino por lo que devolvían: su reflejo.
Llevaba puesta una camiseta cualquiera y una sudadera gris con capucha, pero igual se reconocía. A veces deseaba no hacerlo. Subía al piso quince del edificio donde lo esperaba su terapeuta. No por orden de ningún juez ni de la liga. Sino por voluntad propia.
Apretó los dientes. No quería hablar. No quería decir que soñaba todas las noches con Xavier gritando. Ni que a veces pensaba en llamar a Sophia y colgar antes de que atendiera. Y mucho menos que desde que Thomas y él se habían dejado de hablar, no había una sola mañana en la que no se sintiera como un traidor. Pero se sentó en el sillón y lo dijo todo.
No de golpe. No con claridad. Lo fue soltando como se suelta una cuerda que quema.
—Yo pensé que Gabriel tenía buenas intenciones —admitió, mirando el piso—. Cuando me prometió que podía ayudarme a solucionar mi problema con mi esposa… me pareció lógico. Él sabía cómo manejar a los direc