—¿¡Que dijo quééééé!?La exclamación resonó por todo el departamento justo cuando Sophia entraba al living con una bandeja cargada de galletas, mini muffins de limón, unas medialunitas rellenas con jamón y queso, y tres tazas humeantes de café. Su sonrisa era tan amplia que por un segundo pareció que se le iba a caer la bandeja.—¡En serio! —repitió, soltando una carcajada mientras dejaba todo sobre la mesita baja, entre los almohadones del sillón—. Lo dijo con esa cara de mármol que tiene. Así, como si estuviera recitando los mandamientos.—¡No puedo más! —dijo Alfonsina, doblándose de risa sobre un almohadón. Sus rizos rubios bailaban como resortes mientras se agarraba el estómago—. ¡¿Dostoievski, en serio?! Ese tipo no sabe ni deletrear “literatura rusa”.—Yo no te puedo creer —dijo Antonella, negando con la cabeza mientras se llevaba una medialuna a la boca—. ¡Y lo dice como si fuera la reencarnación de Tolstói en calzas deportivas! ¡Qué horror!Sophia no podía parar de reír. Se d
—¿Podemos cambiar? —preguntó Xavier, girando apenas la cabeza sobre la almohada—. Está siendo raro.Thomas no respondió. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, los ojos clavados en la pantalla del televisor, donde Gabriel aparecía con su eterna sonrisa de vitrina, rodeado de luces, risas de público y una escenografía que parecía salida de un videojuego.La cama estaba deshecha, pero olía a jabón. Había intentado limpiar un poco el cuarto antes de que llegara Xavier de prácticas, aunque la ropa seguía apilada en una silla, y una taza de café seco reposaba en la mesita de luz desde hacía dos días. Entre los horarios de prácticas de su hijo, llevándolo y trayéndolo de los entrenamientos de rugby, inglés y del colegio, que no tenía tiempo para encargarse de su casa. El chico se había instalado con su peluche favorito, ese dinosaurio verde con nombre de planeta, uno de los pocos que habían sobrevivido a lo largo de los años, y una bolsa de papas que ahora estaba casi vacía. Y aunque Tho
Gabriel había hecho una reserva, pero cuando llegaron, el lugar ya no tenía mesas libres. Un error de sistema, dijo el encargado, con una sonrisa nerviosa y el teléfono pegado al oído. Él lo tomó con calma. Ni siquiera discutió. Solo se volvió hacia Sophia con una ceja levantada y esa expresión suya que siempre parecía estar a punto de reírse del mundo.—¿Plan B? —dijo, como si ya lo tuviera preparado.Y sí, lo tenía.Caminaron cuatro cuadras más, atravesando una vereda de adoquines irregulares, hasta llegar a una esquina escondida por árboles bajos y enredaderas. El cartel del nuevo restaurante era una pizarra escrita a mano con tiza blanca, medio borrada por el viento. A Sophia le gustó eso. Le gustó que no fuera pretencioso, que no tuviera luces LED ni sillas transparentes. Le gustó que oliera a pan casero antes de que cruzaran la puerta.—No es libanés —admitió Gabriel—, pero la cocinera es una señora que hace hummus como si te estuviera curando un resfriado.Sonrió. Sophia tambié
La loza del balcón estaba tibia. No caliente, no áspera, solo tibia. Como si la primavera se hubiera sentado ahí un rato antes que ella. Sophia caminaba descalza, la taza de té en una mano, la otra metida en el bolsillo de un pantalón holgado que ya tenía forma de su cuerpo. Llevaba una remera blanca, sin estampa, apenas caída de un hombro, y el pelo recogido sin mucha lógica. El viento le jugaba con los mechones sueltos, se los metía en la cara como si quisiera distraerla de sus propios pensamientos.La ciudad zumbaba allá abajo, pero desde su balcón no se escuchaban bocinas ni gritos, solo el canto intermitente de un zorzal invisible y el ruido de las hojas agitándose como papeles de diario. Era una mañana sin apuro. De esas que no se anuncian.El teléfono vibró sobre la mesa ratona. Un zumbido seco, insistente. Sophia volvió adentro con pasos lentos, como si el borde del marco fuese un umbral entre dos estados de ánimo. Miró la pantalla. Roger.—Hola —atendió sin demasiada energía.
—Papá, ¿esto va antes o después del estómago?Thomas frunció el ceño, mirando la pieza de cartón pintada con témpera azul y una etiqueta mal pegada que decía "intestino delgado". Xavier sostenía el tubo como si fuera parte de una bomba atómica. Estaban sentados en el piso de la sala, rodeados de pegamento, témperas, tijeras y recortes de papel afiche. Un verdadero campo de batalla escolar.—Después. Va conectado a esta parte —respondió Thomas, señalando con el palillo de brochette que hacía de guía improvisada—. ¿Ves? El estómago descarga acá.—Parece un laberinto —dijo Xavier, entusiasmado—. Como esos juegos de escape.Thomas sonrió. Le gustaba ese tipo de comparaciones. También le gustaba esa hora del día: cuando el sol bajaba por la ventana con una luz suave, y el mundo parecía olvidarse de ellos por un rato.La televisión estaba encendida de fondo, prácticamente sin volumen, con el programa de siempre: Ruck & Roll. Thomas había dejado el control remoto en la mesa ratona, sin prest
A Sophia le sudaban las manos. Y eso que no era su evento.Estaban en el hall principal de la Fundación Katherine Switzer, un edificio antiguo remodelado con pretensiones de vanguardia. Techos altos, luces colgantes como gotas de mercurio, paredes forradas con fotografías en blanco y negro de momentos icónicos del deporte nacional. En una esquina, un mozo servía vino blanco en copas largas, que hacían un sonido agudo al chocar por accidente con los botones de las camisas. La gente hablaba bajo, sonriendo con esos dientes demasiado blancos que parecen autorizados por decreto.Gabriel era el epicentro. Estaba en su salsa.Saludaba a uno, palmeaba a otro, hacía bromas con un tercer grupo que ya lo había adoptado como anfitrión no oficial. Su chaqueta azul medianoche estaba perfectamente planchada, y cada tanto se acomodaba el nudo de la corbata como si supiera que alguien, en algún rincón, lo estaba fotografiando. Sophia lo seguía medio paso detrás. No porque él se lo indicara, sino porq
Mientras Gabriel seguía con su verborragia, la mente de Sophia regresó en el tiempo, unas horas antes del evento que acababan de dejar.El vestido le quedaba bien. Pero no era suyo.Sophia lo sabía desde el momento en que Alfonsina abrió el perchero portátil que llevaba en el baúl de su auto como quien despliega un arsenal para una misión secreta. «Este te va a estilizar muchísimo, y es comodísimo», había dicho, levantando una prenda de tela satén color terracota que brillaba como si guardara calor. «Usalo con esos tacos nude que tenés. Y ponete aros largos, te afinan el cuello.»Sophia se dejó llevar. Porque Alfonsina siempre tenía razón en cuestiones estéticas. Porque no tenía ganas de pensar. Y porque sabía que, en el fondo, disfrazarse de otra la ayudaba a no sentirse tan expuesta. Ya lo había hecho en Halloween con Thomas.Estaba frente al espejo, en su cuarto, midiéndose desde distintos ángulos. El vestido se ajustaba en la cintura con un nudo simple y caía en una línea recta ha
El salón principal estaba bañado en una luz ámbar que hacía que todo —desde las copas hasta las sonrisas— pareciera más caro de lo que realmente era. Los arreglos florales, las bandejas con aperitivos mínimos, la música de cuerdas que se deslizaba por los rincones como un perfume caro: todo había sido pensado para impresionar sin alardes. Justo como a él le gustaba.Gabriel entró al evento con una sonrisa pulida y una leve presión en la espalda de Sophia, guiándola con naturalidad entre el gentío. Su presencia, como siempre, era medida. Eficiente. Ella lo acompañaba a paso firme, vestida con ese satén terracota que él mismo había aprobado explícitamente cuando Alfonsina se lo mostró a Sophia por mensaje dos días antes. Lo había observado en detalle, incluso en el perchero: era elegante, pero no llamativo. Sensual, pero sin provocación directa. El tipo de vestido que hacía que los demás pensaran en buen gusto, en alguien “bien”, en alguien que sabía ubicarse.Y eso era exactamente lo q