Gabriel había hecho una reserva, pero cuando llegaron, el lugar ya no tenía mesas libres. Un error de sistema, dijo el encargado, con una sonrisa nerviosa y el teléfono pegado al oído. Él lo tomó con calma. Ni siquiera discutió. Solo se volvió hacia Sophia con una ceja levantada y esa expresión suya que siempre parecía estar a punto de reírse del mundo.
—¿Plan B? —dijo, como si ya lo tuviera preparado.
Y sí, lo tenía.
Caminaron cuatro cuadras más, atravesando una vereda de adoquines irregulares, hasta llegar a una esquina escondida por árboles bajos y enredaderas. El cartel del nuevo restaurante era una pizarra escrita a mano con tiza blanca, medio borrada por el viento. A Sophia le gustó eso. Le gustó que no fuera pretencioso, que no tuviera luces LED ni sillas transparentes. Le gustó que oliera a pan casero antes de que cruzaran la puerta.
—No es libanés —admitió Gabriel—, pero la cocinera es una señora que hace hummus como si te estuviera curando un resfriado.
Sonrió. Sophia tambié