La loza del balcón estaba tibia. No caliente, no áspera, solo tibia. Como si la primavera se hubiera sentado ahí un rato antes que ella. Sophia caminaba descalza, la taza de té en una mano, la otra metida en el bolsillo de un pantalón holgado que ya tenía forma de su cuerpo. Llevaba una remera blanca, sin estampa, apenas caída de un hombro, y el pelo recogido sin mucha lógica. El viento le jugaba con los mechones sueltos, se los metía en la cara como si quisiera distraerla de sus propios pensamientos.La ciudad zumbaba allá abajo, pero desde su balcón no se escuchaban bocinas ni gritos, solo el canto intermitente de un zorzal invisible y el ruido de las hojas agitándose como papeles de diario. Era una mañana sin apuro. De esas que no se anuncian.El teléfono vibró sobre la mesa ratona. Un zumbido seco, insistente. Sophia volvió adentro con pasos lentos, como si el borde del marco fuese un umbral entre dos estados de ánimo. Miró la pantalla. Roger.—Hola —atendió sin demasiada energía.
—Papá, ¿esto va antes o después del estómago?Thomas frunció el ceño, mirando la pieza de cartón pintada con témpera azul y una etiqueta mal pegada que decía "intestino delgado". Xavier sostenía el tubo como si fuera parte de una bomba atómica. Estaban sentados en el piso de la sala, rodeados de pegamento, témperas, tijeras y recortes de papel afiche. Un verdadero campo de batalla escolar.—Después. Va conectado a esta parte —respondió Thomas, señalando con el palillo de brochette que hacía de guía improvisada—. ¿Ves? El estómago descarga acá.—Parece un laberinto —dijo Xavier, entusiasmado—. Como esos juegos de escape.Thomas sonrió. Le gustaba ese tipo de comparaciones. También le gustaba esa hora del día: cuando el sol bajaba por la ventana con una luz suave, y el mundo parecía olvidarse de ellos por un rato.La televisión estaba encendida de fondo, prácticamente sin volumen, con el programa de siempre: Ruck & Roll. Thomas había dejado el control remoto en la mesa ratona, sin prest
A Sophia le sudaban las manos. Y eso que no era su evento.Estaban en el hall principal de la Fundación Katherine Switzer, un edificio antiguo remodelado con pretensiones de vanguardia. Techos altos, luces colgantes como gotas de mercurio, paredes forradas con fotografías en blanco y negro de momentos icónicos del deporte nacional. En una esquina, un mozo servía vino blanco en copas largas, que hacían un sonido agudo al chocar por accidente con los botones de las camisas. La gente hablaba bajo, sonriendo con esos dientes demasiado blancos que parecen autorizados por decreto.Gabriel era el epicentro. Estaba en su salsa.Saludaba a uno, palmeaba a otro, hacía bromas con un tercer grupo que ya lo había adoptado como anfitrión no oficial. Su chaqueta azul medianoche estaba perfectamente planchada, y cada tanto se acomodaba el nudo de la corbata como si supiera que alguien, en algún rincón, lo estaba fotografiando. Sophia lo seguía medio paso detrás. No porque él se lo indicara, sino porq
Mientras Gabriel seguía con su verborragia, la mente de Sophia regresó en el tiempo, unas horas antes del evento que acababan de dejar.El vestido le quedaba bien. Pero no era suyo.Sophia lo sabía desde el momento en que Alfonsina abrió el perchero portátil que llevaba en el baúl de su auto como quien despliega un arsenal para una misión secreta. «Este te va a estilizar muchísimo, y es comodísimo», había dicho, levantando una prenda de tela satén color terracota que brillaba como si guardara calor. «Usalo con esos tacos nude que tenés. Y ponete aros largos, te afinan el cuello.»Sophia se dejó llevar. Porque Alfonsina siempre tenía razón en cuestiones estéticas. Porque no tenía ganas de pensar. Y porque sabía que, en el fondo, disfrazarse de otra la ayudaba a no sentirse tan expuesta. Ya lo había hecho en Halloween con Thomas.Estaba frente al espejo, en su cuarto, midiéndose desde distintos ángulos. El vestido se ajustaba en la cintura con un nudo simple y caía en una línea recta ha
El salón principal estaba bañado en una luz ámbar que hacía que todo —desde las copas hasta las sonrisas— pareciera más caro de lo que realmente era. Los arreglos florales, las bandejas con aperitivos mínimos, la música de cuerdas que se deslizaba por los rincones como un perfume caro: todo había sido pensado para impresionar sin alardes. Justo como a él le gustaba.Gabriel entró al evento con una sonrisa pulida y una leve presión en la espalda de Sophia, guiándola con naturalidad entre el gentío. Su presencia, como siempre, era medida. Eficiente. Ella lo acompañaba a paso firme, vestida con ese satén terracota que él mismo había aprobado explícitamente cuando Alfonsina se lo mostró a Sophia por mensaje dos días antes. Lo había observado en detalle, incluso en el perchero: era elegante, pero no llamativo. Sensual, pero sin provocación directa. El tipo de vestido que hacía que los demás pensaran en buen gusto, en alguien “bien”, en alguien que sabía ubicarse.Y eso era exactamente lo q
El clic de la cerradura sonó más fuerte de lo habitual. Sophia giró la llave con una lentitud que no respondía al cansancio, sino a algo más difícil de nombrar. El eco suave del pasillo desapareció tras la puerta y el departamento, con su aire moderno y ordenado, la recibió en silencio. Un silencio que, por primera vez en la noche, no le molestó.Gabriel entró tras ella con paso firme, sin pedir permiso. Dejó su saco cuidadosamente doblado sobre el respaldo del sillón y caminó hacia la cocina como si fuera suya. Abrió la heladera. Cerró. Tomó una copa del estante, revisó la botella de vino en la barra, la evaluó con un gesto contenido.—No está mal para cerrar la noche —comentó con tono neutro, como quien aprueba un detalle sin mucha importancia.Sophia se quitó los zapatos junto a la puerta, con el cuerpo aun vibrando de conversaciones, luces cálidas y sonrisas impostadas. Caminó descalza hasta el baño pequeño, se lavó las manos con agua tibia. Cuando volvió, Gabriel estaba sentado e
El sonido de la cafetera llenó el departamento con su gorgoteo reconfortante. Sophia apoyó los codos sobre la mesada de la cocina, con el celular en una mano y la taza todavía vacía en la otra. Afuera, la mañana tenía un gris lavado, de esos que no invitan ni a salir ni a quedarse. Un clima suspendido, como ella.Rex bostezó desde su rincón, estirando las patas con dignidad canina antes de dejarse caer nuevamente en su cama redonda. En la radio del comedor sonaba algo instrumental, suave, sin letra. Sophia ya había perdido la costumbre de llenar el aire con palabras.Abrió su red social favorita casi por inercia, sin buscar nada en particular. La aplicación se actualizó y lo primero que apareció fue una foto del evento del fin de semana: la alfombra roja, un grupo de invitados conocidos, luces y copas de espumante. Ella misma, de espaldas, con el vestido de Alfosina y el cabello recogido. A su lado, Gabriel, en su traje negro de solapas satinadas, sonriendo con la exactitud de alguien
El aroma del curry inundaba el apartamento del capitán, mezclándose con el vapor del arroz y la música suave que Gabriel había puesto desde su celular. Algo instrumental, sin letra, casi imperceptible. La cocina se sentía cálida, como si perteneciera a otro mundo. A uno donde las cosas funcionaban sin sobresaltos, sin noticias urgentes, sin rugby, sin cartas escondidas ni decisiones irreversibles.—Tienes una forma de cortar las cebollas que me perturba —dijo Sophia, observando cómo Gabriel las despedazaba más que picarlas.—¿Perturbar en el buen sentido o en el de “este tipo me da miedo con un cuchillo”? —bromeó él.—Un poco de ambas.Gabriel rio. Tenía una risa que llenaba el ambiente, como si las paredes se estiraran para dejarle espacio. Sophia sonrió, aunque no del todo. Había aprendido a encontrar cierta calma en esos momentos, en las tardes que no exigían grandes respuestas ni le hacían preguntas incómodas. Solo era sábado. Solo estaban cocinando.Y, sin embargo, algo pesaba.E