La casa de los padres de John olía a comida recién hecha, a piso encerado y a domingos de toda la vida. En el comedor, la mesa estaba servida con una precisión que solo su madre podía lograr: servilletas bien dobladas, pan cortado en rodajas parejas, vasos de vidrio grueso y el infaltable centro de mesa con flores artificiales que ya nadie cuestionaba.
Sophia estaba sentada al lado de él, removiendo distraída una porción de ensalada que no había tocado en serio. Tenía el pelo recogido de forma práctica, sin esfuerzo aparente, y una blusa azul que no parecía elegida con intención, sino al pasar. A ratos, sonreía por cortesía. Pero no estaba ahí. No del todo.
John la observó con el rabillo del ojo mientras su madre hablaba del nuevo vecino y su padre se quejaba del precio del aceite de oliva. Años atrás, Sophia habría discutido ambos temas. Ahora apenas asentía.
—¿Cómo estas con Gabriel, hija? —preguntó la madre, cortando la conversación sobre las góndolas del supermercado—. Vi en las n