La luz de la tarde entraba rasgando los ventanales del pequeño departamento de Magdalena Ortiz. El polvo flotaba en el aire como un ejército de partículas brillantes, suspendidas entre el calor de un café olvidado y la pantalla abierta de su laptop.Magdalena estaba encorvada sobre el teclado, una mano sosteniéndose la frente, la otra haciendo scroll mecánicamente. Un titular sensacionalista llamó su atención:"La nueva pareja del Arcángel del rugby: Gabriel Torr y Sophia Milstein".Frunció el ceño.Sophia Milstein.Ese nombre, esa cara, no encajaban con lo que recordaba del tipo.Amplió la foto: Gabriel y Sophia caminando juntos, él sonriendo a las cámaras, ella con una expresión medida, diplomática. Como quien acompaña por obligación más que por devoción.—Vaya, vaya... —murmuró Magdalena, acercándose más a la pantalla.No era solo sorpresa. Era también una punzada de desconfianza. Algo que había intentado archivar en su memoria años atrás.El cruce con Gabriel había sido breve, per
La caja estaba allí cuando Sophia volvió del supermercado, apoyada con una delicadeza casi ritual frente a la puerta de su departamento.El envoltorio era sobrio: papel madera, cuerda fina, sin etiqueta visible. Sólo un pequeño sobre blanco adherido en la parte superior, con su nombre escrito a mano y el remitente.Sophia abrió la puerta usando el codo, abrazada a las bolsas de compra. Rex se acercó moviendo la cola, saltando con su única pata trasera y masticando su pelota. Observando como su cuidadora dejaba las bolsas en el suelo y recogía la caja, seguía esperando la caricia de bienvenida. Sophia sintió el peso compacto y denso de aquel paquete tan misterioso, como si dentro hubiera algo mucho más importante que un simple presente.Unas rápidas palmaditas en la cabeza de su mascota y depositó la caja en el sofá.Se sentó en el mueble, y fue desatando el hilo con cuidado mientras en su cabeza se arremolinaban las preguntas. El papel crujió como hojas secas en otoño.Dentro, acomoda
La taza de té humeaba sobre la mesita baja, pero Sophia no la tocaba.Desde su rincón favorito de la sala, veía a Gabriel caminar por su departamento como si fuera suyo: se deslizaba entre los muebles, inspeccionaba los lomos de los libros en las estanterías, abría sin pedir permiso pequeños cofres donde ella guardaba recuerdos.Su mano grande y firme pasó por las encuadernaciones gastadas de las novelas, deteniéndose a veces en algún título como si ponderara su valor.Sophia se mordió el interior de la mejilla. Antes, aquella familiaridad le había parecido encantadora.Ahora, algo en su interior se tensaba, como la cuerda de un violín afinada demasiado alto.—Tienes muy buen gusto para los clásicos —dijo Gabriel, sin volverse a mirarla—. Aunque deberías organizar mejor tu biblioteca.Sonrió como quien hace una broma inofensiva, pero el comentario se deslizó por la piel de Sophia como un alfiler frío.—Me gusta así —respondió ella, acomodándose en el sillón, como si el simple acto de
La noche había caído con una quietud pesada sobre la casa de Thomas, esa clase de silencio que no invita a la paz, sino a la memoria. El refrigerador zumbaba bajo, constante, mientras el reloj de pared dejaba caer los segundos como gotas que erosionaban la paciencia.Thomas apoyaba los codos en la mesa de la cocina. Tenía una taza de café entre las manos, pero no la bebía. Sus ojos estaban fijos en la madera rayada del mantel individual, como si pudiera encontrar alguna respuesta oculta entre las grietas. A lo lejos, en el cuarto de Xavier, se escuchaba el murmullo de un programa infantil bajito. El niño ya dormía. Claire no.—¿Vas a seguir así mucho tiempo más? —preguntó su madre, sin preámbulos, desde el umbral. Su voz era seca, pero no cruel—. Porque si vas a seguir arrastrándote por los rincones, mejor que lo digas ahora. Así me voy haciendo a la idea de que te perdimos para siempre.Thomas cerró los ojos un instante. No tenía fuerzas para defenderse. No esa noche.Claire entró en
El rugido de la multitud resonaba en el estadio. Era un mar de colores y banderas ondeando al viento mientras el partido de rugby alcanzaba su clímax. La gente gritaba, aplaudía y silbaba, mientras en el centro del campo, los jugadores se movían con una energía frenética, sus cuerpos chocaban con fuerza en cada tackle y ruck. El sol brillaba sobre ellos, haciendo brillar el sudor en sus frentes y acentuando cada golpe y empuje y sacando a lucir seductoramente la fuerza que reflejaban sus músculos, venas y tendones.Thomas se limpió el sudor de la cara con la palma de su mano. Era una fuerza imponente en el campo. Su físico robusto y su barba crecida al estilo vikingo le daban una presencia intimidante. Sus ojos marrones, llenos de furia y concentración, seguían cada movimiento con una intensidad que hacía temblar a sus adversarios. Su cabello castaño claro, desaliñado, y la cicatriz en la nariz que le atravesaba la cara desde la altura del pómulo derecho hasta perderse en la mejilla i
El sol apenas asomaba sobre el horizonte cuando Sophia se despertó, rodeada por el suave murmullo de la naturaleza. Afuera, el canto de los pájaros marcaba el inicio de un nuevo día en su pequeña casita campestre. Abrió los ojos lentamente, disfrutando de esos primeros momentos de paz antes de que el mundo comenzara a moverse a su alrededor. A lo lejos, se escuchaba el viento rozar las hojas de los árboles frutales que adornaban el jardín, un sonido tan familiar que se había convertido en su melodía de cada mañana.La casa de Sophia, ubicada a las afueras de la ciudad, era su refugio. No era grande ni lujosa, pero tenía todo lo que necesitaba: paredes de madera, cortinas de bordado francés y estantes llenos de libros. Todo en su hogar tenía un propósito, cada rincón hablaba de sus gustos y su personalidad. Se levantó de la cama y abrió las ventanas, dejando que la luz dorada del amanecer llenara el espacio. El aire fresco del campo inundó la habitación, revitalizándola.En la esquina
Sophia bajó de la bicicleta y la ató con la cadena al soporte. Había demorado un poco más de lo normal por el peso del frasco de mermelada para Edith; pero de todas maneras logró su cometido y ya se encontraba en el hospital de niños. Tomó su bolso y empujó la puerta con confianza. Con una sonrisa en el rostro saludó al guardia de seguridad y le mostró su identificación.—Buenos días, Ernesto —lo saludó. Su voz salió dulce y cálida como un té recién hecho. Ernesto le sonrió de oreja a oreja con un ligero rubor en sus mejillas.—Sophia, buenos días —tartamudeó el joven guardia—. No hace falta que me presentes eso, ya eres una más del equipo.—Reglas son reglas, mi amigo. Y tú deber es anotar quién entra y quién sale —le recordó Sophia. Sin embargo, Ernesto la había recibido tantas veces en el hospital que se sabía sus datos de memoria. Su rutina era la misma: Todos los domingos, miércoles y viernes Sophia estaba allí, puntual como siempre. Se sentaba en el parque que quedaba justo en f
Para cuando Sophia regresó a su casa, ya casi atardecía. Con las ventanas abiertas de par en par, disfrutando de la cálida brisa de primavera, lavaba a conciencia la lonchera donde había llevado sus sándwiches. Escuchó el ya muy conocido chirrido del colibrí y levantó la vista para ver cómo volaba de lado a lado en su ventana. Así como llegó, se fue. Pero una nueva visión le alegró la vista. Vio estacionarse el auto de su padre, afuera en la calle de tierra. Cerró el paso de agua del lavabo y se secó las manos rápidamente. Afuera, Rex le ladraba al recién llegado, moviendo la cola de lado a lado y tratando de no perder el equilibrio con sus tres patas.Mientras su padre y su madre descendían del vehículo, Sophia salió a recibirlos.—¡Hola! —los saludó felizmente de verlos. Aunque ellos sabían que los domingos casi no estaba en casa, y que los veía al menos dos veces por semana, siempre era muy grato tenerlos allí.—Hola, hijita. Perdón por llegar sin avisarte —dijo su madre, acercándo