El portón del club se cerró detrás de Castor con un chirrido metálico que le pareció más largo de lo habitual. El aire tenía ese olor espeso que deja el pasto recién regado mezclado con sudor y desinfectante barato. La tarde estaba oscura, aunque no llovía. Aún.
Caminó unos pasos con el bolso colgado al hombro, los botines golpeándose entre sí como campanas mudas. Tenía el cuello empapado de transpiración y el vendaje de la rodilla le apretaba más de lo que debía. Lo notó tarde. Como todo últimamente.
Nadie le había hablado mucho durante el entrenamiento. Un par de palmadas mecánicas, uno que le pidió que pasara la pelota más rápido, y el resto, silencio. No era el silencio del respeto. Era el del hielo. El del juicio que no se dice, pero se siente.
Y él lo entendía.
Se lo merecía.
Se subió a su auto y condujo en silencio hasta el supermercado. Así sucio como estaba, dejó su bolso y botines en la parte trasera del vehículo y bajó del mismo para poder ingresar.
Al llegar a la esquina d