El estadio era suyo.
Gabriel lo supo desde que el sol descendió justo detrás del cartel electrónico, iluminando su silueta como si el mismísimo universo aprobara su ascenso.
Ahí estaba él: en el centro del campo, los brazos alzados tras una asistencia perfecta. La pelota había viajado como un relámpago entre sus dedos, y el try había sido el desenlace inevitable de su genio. El público coreaba su apellido como si tuviera sabor a gloria en la boca.
—¡Torr! ¡Torr! ¡Torr!
Gabriel no corría: danzaba.
Pateaba, dirigía, se mostraba como líder, y cada jugada era una sinfonía que él componía en tiempo real. Sonreía a las gradas, se golpeaba el pecho, señalaba al cielo con teatralidad. Era un dios de utilería, brillando con luz prestada, pero con la absoluta convicción de que nadie lo vería temblar.
Y si lo veían, no importaba. Porque ahora el espectáculo era suyo.
«El lugar que Thomas tuvo… ahora me pertenece», pensó al ver la cara de derrota absoluta de Thomas. «Nadie recordará a la bestia c