A Cielo Abierto

El aire sabía a hierro.

El vestuario entero parecía girar, inclinado en una pendiente invisible que lo arrastraba al abismo. Thomas no pensaba con claridad; su respiración era un trueno roto, desacompasado, y su corazón, un tambor de guerra al borde del estallido. Caminaba en círculos, sin destino ni orden, lanzando miradas vacías a las paredes, a las caras, a sus propias manos, como si pudieran decirle algo. Como si alguien —cualquiera— pudiera decirle algo.

Pero nadie decía nada.

—¡Suspendan el partido! —gritó de pronto, con una voz que ya no era suya, sino de un hombre devorado por el miedo—. ¡Suspendan esto! ¡Hasta que aparezca mi hijo no se mueve una pelota más!

El eco de su grito quedó flotando entre los casilleros y las luces fluorescentes, sin respuesta. Solo silencio. Solo miradas que se evitaban unas a otras, como si temieran ser tragadas por la intensidad del dolor ajeno.

—Thomas… —La voz de Phillip se alzó por encima del murmullo. Firme, pero teñida de una piedad incómoda—
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