El estadio vibraba. No por la música estridente ni por el cántico coreografiado de los aficionados; no por las bocinas ni los tambores, ni siquiera por las banderas que flameaban como un oleaje de guerra. Vibraba por él. Por Gabriel Torr.
Se sentía en casa. Bajo ese cielo amplio de cemento y luces artificiales, rodeado por el clamor de miles, estaba en su elemento: el centro del escenario, el núcleo de la ovación. Las cámaras lo buscaban. Las miradas lo seguían. Era el día del partido. El partido.
Caminaba hacia el centro del campo como un emperador hacia su podio. El sol del atardecer, filtrado por la cúpula translúcida de las nubes, le arrancaba reflejos al pasto recién regado. Sentía el calor del césped que le trepaba por los botines, el leve peso de la camiseta ajustada al torso, como una segunda piel. Cada paso era una declaración. Cada estiramiento, cada salto, cada mirada fugaz a las gradas estaban cronometrados con el ritmo exacto del espectáculo.
Y entonces lo vio.
Thomas.
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