Castor no reaccionó al principio. Se había quedado quieto, como si las palabras de Xavier lo hubieran dejado suspendido en el aire, con la respiración contenida y el pecho inflado por una angustia incipiente.
—¿Qué dijiste? —repitió, con la voz baja, seca, como quien necesita volver a oír una sentencia para entender que es real.
Xavier lo miró con esa gravedad inusual que le nacía cuando hablaba de su padre. Se le notaba el pulso firme, el mentón ligeramente levantado.
—Mi papá va a dejar el rugby —dijo de nuevo—. No por una lesión, ni por cansancio. Va a dejarlo por lo que pasó con Verónica. Por lo que hizo.
Castor entrecerró los ojos, como si el mundo se le hubiera corrido de lugar. Sophia lo observaba en silencio, mientras sus manos se cerraban con fuerza sobre sus propias rodillas. El aire entre los tres se volvió espeso, como si la habitación hubiera dejado de respirar.
—¿Cómo sabés todo eso, Xavier? —preguntó ella al fin, con un hilo de voz.
—Porque escuchaba —respondió el niño