Bajaban las escaleras como si el tiempo ardiera tras ellos. Los pasos resonaban con eco de urgencia, con el ritmo torpe de una fuga improvisada. Sophia no se permitió pensar: solo corría. El elevador había quedado atrás —demasiado lento, demasiado mecánico, demasiado todo—. El mundo se deshacía en destellos rojos y sirenas mentales. La sola idea de que el partido pudiera estar en marcha, de que Thomas estuviera en esa cancha sin saber que no estaba solo, le helaba la sangre.
—¡Sigan! —gritó al voltear, sujetando las llaves con fuerza como si fueran un talismán.
El garage subterráneo estaba frío, a comparación del calor que hacía afuera, con ese olor a cemento, caucho y soledad que tienen los lugares sin ventanas. Las luces parpadeaban como párpados cansados. Sophia desactivó la alarma de su auto con un solo clic. Las luces delanteras titilaron con un destello breve, casi ansioso.
—¡Suban! ¡Abróchense los cinturones! Vamos por la autopista —ordenó, con la voz cortada por la adrenalina.