El murmullo en el vestuario tenía la forma de un rezo mal dicho.
Gabriel se había sentado en su rincón habitual, con el vendaje flojo en el muslo y el rostro inclinado hacia su botella de agua como si le importara el contenido. No era así. Nada de lo que ocurría dentro de esas paredes le importaba verdaderamente. Excepto una cosa.
El espectáculo.
Y el espectáculo se le estaba deshilachando delante de los ojos.
Escuchaba a Thomas, a unos pasos, gritando como si se le quemara la carne desde adentro. Su voz era una plegaria destrozada, una súplica envuelta en furia, y lo peor, lo verdaderamente peligroso, era que no parecía un jugador desesperado.
Parecía un padre.
—¡Suspendan el partido! —bramó, con una voz que desgarró el aire como un cuchillo ciego—. ¡Hasta que aparezca mi hijo no se mueve una pelota más!
Gabriel cerró los ojos. Contó hasta tres. No más. No podía darse el lujo de cerrar los ojos por más tiempo que eso.
El pánico se arrastraba por el vestuario como una serpiente de hum