El aire en el hangar privado de Miami estaba viciado por el olor a combustible y la humedad del Atlántico. Alexander Blackwood esperaba junto a Camila, con los puños tan apretados que sus nudillos habían perdido todo rastro de color. Cuando la silueta de Julian Reed apareció entre los focos de la pista, la atmósfera se volvió irrespirable.
No hubo palabras de cortesía. Alexander se lanzó hacia adelante con la velocidad de un depredador, agarrando a Julian por la solapa de su abrigo de diseño. Julian, lejos de amedrentarse, lo empujó de vuelta, y por un segundo, el caos físico pareció inevitable. Los escoltas amagaron con desenfundar, pero antes de que el primer golpe conectara, Camila se interpuso entre ambos.
—¡Basta! —gritó ella, poniendo sus manos sobre el pecho de Alexander, sintiendo los latidos desbocados de su corazón—. No estamos aquí para convertir esto en una carnicería. Alexander, mírame. Si se matan aquí, nadie gana nada. Julian, un paso atrás ahora mismo.
La firmeza en la