Camila Ríos siempre supo que su destino estaba ligado al alivio del dolor ajeno, incluso antes de saber que existía una profesión para ello. En los recuerdos más borrosos de su infancia en aquel pequeño pueblo de casas blancas, no se veía a sí misma jugando con muñecas, sino vendando las patas heridas de los perros callejeros o sentada en silencio junto a la cama de su abuela, sosteniendo una mano rugosa mientras la fiebre subía.
—Eres un ángel, Cami —le decía su madre, cansada tras una jornada de doble turno—. Siempre pendiente de lo que le falta al resto.
Pero ser un ángel tenía un costo invisible. A los ocho años, mientras otros niños lloraban por un dulce caído, Camila guardaba sus propios miedos en una caja cerrada bajo llave en su pecho para no preocupar a nadie. Ella era el pilar, la niña que no se quejaba, la que servía el té antes de que se lo pidieran. Aprendió temprano que su valor estaba en cuánto podía dar, y que el mundo solía tomar todo lo que ella ofrecía sin preguntar