El silencio que siguió al corte de la llamada de Julian fue total. Alexander soltó el teléfono sobre el escritorio de mármol; el golpe seco resonó en la suite, marcando el final de la negociación a distancia. La luz azul de los monitores de Leo perfilaba el rostro de Alexander, exponiendo la tensión acumulada en sus hombros y la mirada fija en el vacío.
—¿Escuchaste eso? —preguntó Alexander con la voz baja—. Me ha pedido que te entregue a cambio de la empresa. No es solo un traidor; está tratando a las personas como moneda de cambio.
Camila seguía de pie frente al ventanal, observando las luces de Miami. El dilema no era una idea abstracta; era una presión real que le dificultaba respirar profundamente. Por un lado, Alexander estaba a punto de perder el control de todo lo que había construido. Por otro, la vida de una mujer que no conocía, Elisa Reed, dependía de su decisión.
—Lo escuché, Alexander —respondió ella sin girarse—. Julian ha dejado de fingir. Ya no se trata de activos fin