El amanecer irrumpió en el penthouse con la claridad brutal de la verdad. La pantalla de la computadora, aún encendida en el despacho de Alexander, revelaba la frialdad de los datos: el Audi R8 V10 modificado, el registro de luces cegadoras ilegales, y el nombre del propietario: Julian Reed.
Camila se había quedado inmóvil durante lo que pareció una eternidad, sintiendo cómo el miedo helaba su sangre. Regresó al dormitorio, donde Alexander dormía con la paz de un hombre que, por primera vez en dos años, no cargaba el peso de la culpa. Ella lo observó, el rostro normalmente tenso ahora relajado. Este hombre no era un asesino; era la víctima de un ataque.
Cuando Alexander despertó, ella no usó palabras suaves. Ella era su ancla, y a veces, las anclas tienen que ser de acero.
—Alex —dijo, entregándole el tablet con la información de la pantalla—, Julian no te odia por un accidente de coche. Te odia por el intento de asesinato que fracasó.
Alexander tomó el dispositivo. Leyó el informe fo