Pedro Juan estaba en su oficina… pero no estaba realmente allí.
Desde que Maribel se fue del restaurante, con aquella elegancia implacable y la mirada rota detrás de su escudo, no había vuelto a dormir una noche entera. Tampoco comía bien. Apenas podía trabajar. Se estaba convirtiendo en el reflejo de lo que había evitado ser durante años: un hombre débil, atrapado en sus propias decisiones.
Con la mirada perdida en el ventanal, los rascacielos de la ciudad parecían reírse de él. Todos esos edificios, todas esas conquistas, todo lo que había construido… ¿de qué servía ahora?
Mary Carmen, su esposa, se había vuelto una sombra decorativa en su vida. El matrimonio hacía tiempo que no era más que una alianza social, una fachada conveniente para su carrera, para sus negocios, para los eventos benéficos que organizaba su suegra y que él detestaba profundamente.
Durante años justificó sus infidelidades con excusas simples: “Ella nunca me entendió”, “Esto es solo físico”, “Nada que afecte mi